Thursday, July 28, 2005


¡ALERTA!

Marc Augé
Una serie norteamericana de la época de la guerra fría se llamaba Los Invasores. Su héroe, David Vincent, había asistido una noche al desembarco de seres extraterrestres y había sorprendido su secreto; ese momento inicial era recordado al comienzo de cada nuevo episodio. Por cierto, los invasores se proponían en efecto apoderarse de nuestro planeta al terminar una empresa de sustitución: ocupaban el lugar de los seres humanos a los que hacían desaparecer y reproducían en todas sus particularidades su apariencia y, según creo recordar, había un detalle revelador que permitía a veces a quienes conocían ese dato y, en primer lugar, a David Vincent, distinguir las copias de los originales: a causa de una incomprensible deficiencia de la técnica extraterrestre, el dedo meñique de la mano izquierda de los seres humanos de sustitución permanecía extrañamente rígido. Esos clones venidos de otro planeta poseían además toda la información necesaria sobre la política y la ciencia de los terrícolas (en todo caso, sobre la política y la ciencia de los Estados Unidos, pues el argumento general de la serie parecía dar por sobreentendido que ese país representaba a la vez la quintaesencia y la totalidad de la civilización humana) e información sobre los individuos cuya apariencia física revestían y cuyos rasgos de carácter reproducían. Esta estrategia de sustitución planteaba numerosos problemas a David Vincent porque, por un lado, tropezaba con el escepticismo general de aquellos a quienes se dirigía para informarles del peligro inminente que todos corrían y, por otro lado, porque nunca estaba completamente seguro de la identidad de sus interlocutores. Hasta le ocurría en ocasiones que desenmascaraba a este o aquel de sus aparentes amigos para darse cuenta de pronto (¡siempre por el dedo meñique!) de que el presunto amigo no era más que una añagaza puesta al servicio de la invasión. En aquella época era fácil y sin duda justificado ver en esa serie la expresión de ciertas fantasías norteamericanas y una denuncia metafórica (apenas metafórica) de la presencia comunista que, según se suponía, amenazaba y subvertía la libertad del mundo y la estabilidad de los Estados Unidos bajo la máscara de hombres de ciencia, de artistas o de ciudadanos corrientes aparentemente sanos y patriotas. Pero la fábula era vigorosa y la soledad de su héroe, aumentada cada día por la miopía de unos y la mentira de otros, tenía una dimensión indiscutiblemente trágica. Sin embargo, cada episodio terminaba de una manera más o menos satisfactoria; era menester que la serie continuara. David Vincent se escapaba milagrosamente de las situaciones más peligrosas. En cuanto a los seres extraterrestres, felizmente se mostraban vulnerables a la acción de las pobres armas de fuego que poseían los humanos, pues se licuaban y desaparecían casi instantáneamente por el impacto de las balas. Por consiguiente, la presencia comunista, como se sabe, debía dar muestras de la misma inconsistencia.
¿Por qué evocar esta serie? Porque paradójicamente puede simbolizar otra invasión a toda la Tierra, una invasión generalizada de proporciones sin igual, inadvertida por muchos y subestimada por quienes conocen su existencia. Sus agentes tienen rostros familiares, prestigiosos o anodinos. Creemos conocerlos, cuando en realidad las más de las veces nos contentamos con reconocerlos (“¿No lo he visto a usted en algún programa de televisión”). Esta invasión es la invasión de las imágenes, como lo habrá adivinado el lector, pero se trata en una medida mucho mayor del nuevo régimen de ficción que afecta hoy la vida social, la contamina, la penetra hasta el punto de hacernos dudar de ella, de su realidad, de su sentido y de las categorías (la identidad, la alteridad) que la constituyen y la definen.
Sin pretender tener la misma eficacia que el héroe ya mítico de la serie norteamericana, quisiera yo, lo mismo que él, tratar de poner al descubierto algunos rasgos de la invasión anónima cuyos efectos comenzamos ya a experimentar sin percibir claramente sus causas. Este libro aspira pues a ser una indagación, una indagación antropológica.
Esta no será una investigación exhaustiva. Antes bien se tratará de agrupar algunos hechos percibidos con frecuencia aisladamente y darles así un principio de significación. Se puede lamentar que los niños (y no pocos os) pasen demasiado tiempo frente a la pantalla de la televisión, pero también se puede relativizar el alcance de esta comprobación haciendo notar que el abuso engendra lasitud o que hablar en familia de la emisión de la víspera es también crear sociabilidad. Puede uno mostrar cierto escepticismo o experimentar algún espanto ante la idea de que puedan entablarse idilios en la red Internet, y ante la idea de que nos habituemos a dialogar con interlocutores sin rostro, pero también podemos consolarnos pensando que Internet, lo mismo que el fax, salvan el papel que tenía la escritura. Alternativa y contradictoriamente puede uno sonreír o estremecerse ante las posibilidades de turismo virtual que habrán de ofrecer las imágenes en tres dimensiones que pronto invadirán las pantallas de los ordenadores. Pero también puede uno decirse que después de todo esto no tiene nada de malo y que el gusto de las imágenes nunca ha impedido a nadie pasearse por las realidades que las imágenes reproducen. Puede uno asombrarse por la uniformidad de paisajes y de puntos de vista correspondiente a la extensión de las grandes cadenas hoteleras, de las grandes autopistas o de los aeropuertos internacionales, por la uniformidad del carácter artificial de los parques de diversiones, circenses al uso de los nuevos pequeños burgueses del planeta, pero también puede considerar uno al mismo tiempo que esos estereotipos son el precio que hay que pagar para abrir el mundo a un mayor número de seres humanos. Uno puede... uno puede, en suma, hacer muchas cosas y, por ejemplo, interrogarse sobre la moda de los talk shows de la televisión, enunciar y denunciar, con más o menos rabia, ironía, escepticismo o indulgencia, los ejemplos de mal gusto satisfecho y de desastre estético que se extienden por toda la Tierra, o el retiro verdaderamente insular y creciente de las clases poderosas que se encierran cada vez más en sus mansiones con controles electrónicos, en sus villas reservadas, en sus playas privadas, en sus plazas fuertes y torres de marfil para aislarse de una paradójica “globalización”. Los respectivos objetos de estas diversas comprobaciones pueden causar risa, sonrisa o repugnancia. Pero, sólo una vez identificado el sutil lazo que corre de uno a otro objeto es cuando puede nacer la inquietud.
Ahora bien, poner al descubierto ese lazo es algo que corresponde a la antropología. La antropología social siempre tuvo por objeto, a través del estudio de diferentes instituciones o representaciones, la relación que hay entre dichos objetos, o más exactamente los diferentes tipos de relaciones que cada ura autoriza o impone al hacerlos concebibles y viables, es decir, al simbolizarlos y al instituirlos. Agreguemos que las uras nunca son instancias caídas del cielo, que las relaciones entre los seres humanos siempre han sido el producto de una historia, de luchas, de relaciones de fuerza. La necesidad de que las uras tengan sentido (sentido social concebible y viable) no las convierte en necesidades de naturaleza, por más que a veces asuman dicha apariencia.
Ante las aparentes evidencias de hoy y ante la evidencia que las contradice sin destruirlas, la evidencia de una crisis del sentido - de los símbolos y de las instituciones -, la antropología tiene, diríamos por definición, vocación de interrogarse. Y la hipótesis del antropólogo investigador es la de que las diferentes manifestaciones de la crisis actual tienen algo en común, que esas manifestaciones son ciertamente síntomas diversos pero relacionados de un mismo fenómeno, de una misma agresión.
Para llevar a cabo su investigación y por lo menos para precisar su hipótesis, el antropólogo dispone de algunos medios. La tradición etnográfica occidental se ha interesado por las imágenes, por las imágenes de otros pueblos, por sus sueños, sus alucinaciones, sus cuerpos poseídos. Esta tradición ha observado y analizado la manera en que esas imágenes cobraban todo su sentido en el interior de sistemas simbólicos compartidos, la manera en que esas imágenes se reproducían y a veces se modificaban por obra de la actividad ritual. La antropología se ha interesado por lo imaginario individual, por su perpetua negociación con las imágenes colectivas, por la elaboración de las imágenes, o mejor dicho por la fabricación de objetos (llamados a veces “fetiches") que se presentaban, por un lado, como productores de imágenes y, por otro, como productores del vínculo social. Además, los antropólogos tuvieron la ocasión (a decir verdad, no pudieron escapar a ella) de observar, a través de las situaciones llamadas púdicamente de “contacto ural”, cómo el enfrentamiento de universos imaginarios acompañaba el choque de pueblos, conquistas, colonizaciones; cómo ciertas resistencias, repliegues, esperanzas, cobraban forma en el universo imaginario de los vencidos, afectado sin embargo duraderamente y, en el sentido estricto del término, impresionado por el universo de los vencedores.
En este terreno el antropólogo tiene aliados, en primer lugar los historiadores. Los historiadores, especialmente aquellos que se sitúan de manera más o menos pronunciada en la corriente llamada de la "antropología histórica", han dirigido la mirada a la acción desarrollada por la Iglesia - durante una “larga edad media", según la expresión de Jacques Le Goff - para modificar los sueños y remodelar la imaginación de poblaciones impregnadas de ismo que, por lo demás, aún hoy encuentran recursos de sentido y razones para vivir dentro del encantamiento conservado de su mundo. Los historiadores ivaron también otros campos de investigación, y los antropólogos deben estar reconocidos a aquellos que, al trabajar en México, la América Central y la América del Sur, han podido analizar minuciosamente los efectos complejos del prolongado asalto lanzado por las imágenes cristianas contra las uras que formaban también ellas la parte bella de la imagen
En el dominio de la imagen, de su producción, de su recepción, de su influencia, de su relación con los sueños, con las ensoñaciones, con la creación y la ficción, otras disciplinas evidentemente desempeñan un papel esencial. El psicoanálisis, en todo caso Freud, y la semiología, sobre todo cuando se presenta como una prolongación de la interrogación psicoanalítica, son en este campo los aliados naturales de la antropología.
Poco antes hablé de un “nuevo régimen de ficción”. La verdad es que la imagen no es lo único que cuenta en la observación del cambio que estamos hoy invitados a establecer. Más exactamente, lo que ha cambiado son las condiciones de circulación entre lo imaginario individual (por ejemplo, los sueños), lo imaginario colectivo (por ejemplo, el mito) y la ficción (literaria o artística, puesta en imagen o no). Ahora bien, precisamente porque las condiciones de circulación entre estos diferentes polos han cambiado, debemos reinterrogarnos sobre el estatuto actual de lo imaginario. Puede plantearse la cuestión de la amenaza que hace pesar sobre lo imaginario la “ficcionalización” sistemática de que es objeto el mundo. Y esta operación depende ella misma de una relación de fuerzas muy concreta, muy perceptible, pero cuyos términos no son fáciles de identificar. Para decirlo brevemente, todos nosotros tenemos la sensación de estar colonizados, pero sin saber precisamente por quién; el enemigo no es fácilmente identificable y nosotros aventuraremos la hipótesis de que esa sensación está hoy presente en todas partes, en toda la tierra, hasta en los Estados Unidos.
Nuestra postura se distingue pues de la pura y simple denuncia del mundo cibernético, denuncia que es hoy cosa corriente. En efecto, ella tiene sus profetas y sus críticos o sus escépticos. Dentro del campo de los “profetas" está Paul Virilio, quien ha insistido en diversas obras sobre varios aspectos inquietantes de las tecnologías modernas que colocan nuestra relación con el mundo bajo el signo de la instantaneidad y de la ubicuidad, pero que suscitan al mismo tiempo la aparición de cuerpos humanos solitarios, inmóviles y erizados de prótesis, la aparición de ciudades desurbanizadas y de sociedades deshistoricizadas. Otros en cambio, hacen notar (estoy pensando en un artículo de François Archer publicado en Libération el 22 de mayo de 1996) que antes nunca la humanidad se movió y desplazó tanto como hoy, que la sociabilidad de las capas medias de la población se desarrolla cada vez más, que los museos, los lugares históricos, los parques de diversiones, tienen un éxito sin precedentes, en suma, que hay que desconfiar de las previsiones apocalípticas de los profetas de lo virtual.
Nosotros no entraremos aquí en este debate. En todo caso no lo haremos por la misma puerta. Toda profecía generalizada que parte de un solo sector de lo social, aun cuando se trate de un sector tan espectacularmente desarrollado como el de las tecnologías de la comunicación, es evidentemente una profecía imprudente porque subestima por fuerza la pluralidad y la complejidad sociológicas de la innovación en un conjunto planetario que aún está en gran medida diversificado. Por otro lado, la tranquila constatación del hecho de que “la vida continúa” y que hasta es más activamente ural que antes, constituye una afirmación a la vez parcial e insuficiente: los hechos de la sociedad sobre los que ella se apoya se advierten en los países o en las clases más favorecidos y por lo tanto deben analizarse en sí mismos. Tal vez sean justamente las maneras de viajar, de mirar o de encontrarse las que han cambiado, lo cual confirma así la hipótesis según la cual la relación global de los seres humanos con lo real se modifica por el efecto de representaciones asociadas con el desarrollo de las tecnologías, con la globalización de ciertas cuestiones y con la aceleración de la historia. Aquí nos contentaremos con recordar una observación general para evocar una cuestión particular. La observación general es la de que todas las sociedades han vivido en lo imaginario y por lo imaginario. Digamos que todo lo real estaría “alucinado” (sería objeto de alucinaciones para los individuos o los grupos) si no estuviera simbolizado, es decir, colectivamente representado. La cuestión particular se refiere al hecho de saber cuál es nuestra relación con lo real cuando las condiciones de la simbolización cambian. Esa era la cuestión que debía afrontar David Vincent, sólo que, para desgracia suya, ninguno de sus interlocutores le daba razón del cambio de simbolismo o, si se quiere, de cosmología. Se lo creía alucinado. David Vincent veía extraterrestres por todas partes, cuando en realidad asistía al establecimiento de un orden nuevo. Los verdaderos alucinados eran en verdad sus detractores que, al confundir la realidad con las apariencias, tomaban a los extraterrestres por buenos norteamericanos, gato por liebre. Por nuestra parte, trataremos de dar valor de síntoma a un fenómeno paradójico: la impotencia de la simbolización en el momento mismo en que la globalización podría darnos por el contrario la sensación de que hemos dado la vuelta al mundo, de que hemos pasado por todas las cosas y todos los seres y de que nuestras interrelaciones cobran por fin todo su sentido. Si la metáfora médica coincide aquí con la metáfora guerrera, ello se debe a que el enemigo está en nosotros, ya está en el centro del lugar. Es algo intraterrestre en lugar de extraterrestre, y las perversiones de nuestra percepción, la dificultad para establecer y pensar relaciones (lo que a veces llamamos crisis) derivan de un desarreglo de nuestro sistema inmunológico más que de una agresión exterior. Nuestra enfermedad es autoinmune, nuestra guerra es una guerra intestina.