Monday, September 26, 2005



Contemporaneidad
Lo que adviene
por Paul Virilio

¿Qué es, en efecto, un crimen en un país donde ya no hay ley?
Teniente Robin Hodges,
responsable británico del Sector Central de Kosovo
¿De la nación a la Ciudad-Mundo, de la geopolítica a la metropolítica? Como en las megalópolis de Norteamérica, las fronteras pasan ahora por entre las ciudades europeas. Cada barrio, cada distrito se vuelve un territorio prohibido, ocupado por una etnia extranjera a las demás, enfrentada por un edificio, por un pedazo de calle.
Territorios de repoblamiento, comparables a los de las colonias del pasado, con sus disidentes sociales expulsados de Europa –religiosos, políticos, sectarios, proletarios, presidiarios, delincuentes, prostitutas... zonas urbanas en donde el borde se vuelve masa.
Escuchemos cuando Jean de Maillard denunciaba los excesos de un “mundo sin ley”: “En Francia, los primeros fenómenos de desestabilización se remontan a los años 70, con los fraudes en el mundo del trabajo, los falsos contratos de servicios, la falta de reglamentación social...” Y agrega: “Ya para entonces sentía venir la desregulación del mundo”. Para el juez Maillard, los aviones de Ben Laden no son más que bumeranes: “Dime cuáles son tus crímenes y te diré quién eres” -el fenómeno terrorista comienza en lo cotidiano.
De hecho, esta desestabilización ordinaria nació en Europa desde la primera guerra mundial, en especial con el bloqueo marítimo infligido a Alemania por los aliados –un bloqueo que dejaría al país exsangüe, económica y moralmente, lo que permitió el ascenso irresistible de un poder totalitario de tipo mafioso, tal como lo describe Brecht...
Veinte años después, en una guerra total en la que “toda consideración moral era oficialmente dejada de lado” por cada uno de los adversarios –vendrá la multiplicación de tráficos ilegales, mercado negro y crímenes de todo tipo, de todo lo que hace que la dignidad del hombre se derrumbe sin vuelta atrás, en palabras de Georges Bernanos.
Pero, sobre todo, no olvidemos que en el siglo XX la emulación del campo de batalla les parecía indispensable a los fanáticos del Progreso tecnocientífico, que lo asimilaban a un asalto dado a la naturaleza. Así, el padre Teilhard de Chardin, ese extraño jesuita que pretendía haber descubierto, tras las grandes masacres de la primera guerra mundial, “la figura del hombre inacabado de la evolución”, escribía todavía en 1955: “La guerra es un fenómeno orgánico de antropogénesis que el cristianismo no puede suprimir, como no puede suprimir la muerte”.
Esto explica, a posteriori, la actitud arrogante de los acusados del proceso de Nuremberg, quienes pretendían simplemente haber obedecido a las leyes de una bioética científica. Por ende no se sintieron culpables en lo más mínimo de los crímenes de los que eran responsables: ¿los pueblos europeos no estaban, entonces, en tiempos de guerra, y por tanto automáticamente privados de la mayoría de sus derechos civiles? ¿Acaso el Estado alemán no tenía, en virtud de reglas reconocidas, el poder de proyectarlos sin distinción, desde las masacres en el campo de batalla hasta los bombardeos estratégicos de las grandes citadelas o de los campamentos de trabajo?
Podremos también considerar los diezmos revolucionarias del siglo XX –siglo de los alambres de púas y de los campos de concentración- como una extensión de zonas de no-derecho experimentales (económicas, científicas, biológicas) –desde aquel mes de agosto de 1918 en que Lenin reclamaba la puesta en cuarentena de los “dudosos” y en el que Trotski creaba los primeros campos de concentración para los “parásitos”, en los alrededores de la ciudad.
¿Hay que temer hoy por la creación de condiciones artificiales de guerra civil en Europa, en el seno de nuestras democracias debilitadas y seniles? ¿Qué pensar de estas nuevas operaciones de repoblamiento supervisadas por las mafias multinacionales, bajo el auspicio de la ONU? Olas de inmigración asombrosa irrumpen y entre sus filas, la llegada de aquellos para quienes la guerra es un país y la guerra civil, una patria. (K. Heiden) No lejos de las ciudades se edifican campos para las personas desplazadas, en Irlanda, en Francia, por ejemplo en Sangatte....
¿Es esto la primicia de una sub-­humanidad mundial, de la abolición de los seres humanos en tanto tales, soñada por los gurús de las biotecnologías y asumida por los torturadores del gran bandidaje?
¿La guerra de todos contra todos jugará un papel mayor en una nueva ideología sanitaria en forma de humanitarismo? Una vez más, hay que recordar acá el papel del campo de batalla desde el albor del siglo XX, con la llegada a Europa de las numerosas compañías filantrópicas constituidas por las multinacionales, la Standard Oil por ejemplo, o en 1917 la Misión Rockefeller en el frente francés, que pretendían erradicar la tuberculosis del país. No olvidar a los norteamericanos que soñaban con la “salubridad universal”, pretendiendo instalar una policía sanitaria internacional en un mundo unido por grandes cadenas bacteriológicas.
Recordemos también que ya en 1930 se creaba en Francia un ministerio de la Salud... Mientras tanto, el poder nazi, tras instalar un seguro médico general y gratuito -lo que permitía tener a la población en bases de datos- encargaba a una ciencia médica, convertida en medicina legal, pasar a la nación por rayos X y enviaba morir a sus enfermos practicando, de nuevo, una erradicación digna de la profilaxis veterinaria.
Así, el primer día de guerra total, Hitler, seguro de su derecho, pudo firmar el decreto de muerte de millones de seres humanos que fueron declarados inservibles. Después de las razas patógenas (judíos, gitanos, eslavos...) vendría el turno de los alienados, de los desviados sexuales, de los discapacitados, de los tuberculosos, de los enfermos del corazón, de los ancianos, que el poder planeaba marginalizar para luego proceder al sacrificio. ¿Habrá qué extrañarse si un antiguo deportado como Joseph Rowan es hoy uno de los pocos que se levanta contra los inmensos autodafes en donde desde el año 2000 se calcinan centenares de miles de animales condenados por un acto sanitario que pasó de la prevención (vaca loca) a la razón económica (fiebre aftosa perfectamente curable...)? –mientras, un misterioso terrorismo bacteriológico establece la relación veterinaria entre el animal y el hombre –el bacilo del carbón.
En 1993, escribí a propósito del primer atentado contra el World Trade Center: “Quienes quiera sean sus autores, inauguran una nueva era del terrorismo y no tiene nada en común con las explosiones que sacuden de manera ocasional a Irlanda o Inglaterra. En efecto, el aspecto determinante de este atentado es que pretendía efectivamente destruir el edificio del World Trade Center. Se trata por tanto de un evento estratégico que confirma el cambio de régimen militar de este final de siglo”[1].
¡No nos equivoquemos! Con el atentado del 11 de septiembre del 2001 nos encontramos, de hecho, frente a un acto de guerra total, notablemente concebido y ejecutado con un mínimo de medios –lo que demuestra, lo habíamos olvidado, que en la guerra todo es simple, pero lo simple es difícil[2].
Poco importan las destrucciones que afectaron al Pentágono, en las mentalidades lo que explotó fue el World Trade Center, dejando a Norteamérica fuera de base. Pero los asuntos de Norteamérica son los asuntos, y sobre todo los asuntos del mundo: la economía aparente del planeta está duraderamente afectada por la distopía de su propio sistema.
11 de septiembre del 2001 –la línea azul de los Vosges se volvió la sky-line de Manhattan.
El anonimato de los iniciadores del ataque muestra simplemente, a ojos de todos, la subida al poder de un Estado Negro Mundial – de la cantidad desconocida de una criminalidad privada – este más allá del Bien y del Mal con que soñaban hace siglos los grandes predicadores de un progreso iconoclasta.
20 de octubre del 2001.
(Cursivas del autor)
[1] “New York delirio –el desequilibrio del terror” Texto publicado el 30.03.1993 en la revista Globe.
[2] Clausewitz, Sobre la guerra.