Wednesday, December 28, 2005



NÉSTOR GARCÍA CANCLINI
Para un diccionario herético de estudios culturales

Uno de los pocos consensos que existe hoy en los estudios sobre cultura es que no hay consenso. No tenemos un paradigma internacional e interdisciplinariamente aceptado, con un concepto eje y una mínima constelación de conceptos asociados, cuyas articulaciones puedan contrastarse con referentes empíricos en muchas sociedades. Hay diversas maneras de concebir los vínculos entre cultura y sociedad, realidad y representación, acciones y símbolos.
Necesitamos, sin embargo, algunas definiciones operativas, aunque sean provisionales e inseguras, para seguir investigando y hacer políticas culturales. Todos arbitramos de algún modo en conflictos entre tendencias epistemológicas cuando elegimos nuestro objeto de estudio, ponemos en relación un conjunto de comportamientos con un repertorio de símbolos, y seguimos una ruta para buscar los datos, ordenarlos y justificarlos. Quiero presentar aquí algunos conceptos que me parecen estratégicos para trabajar actualmente en asuntos culturales.

ASOMBRO
Condición que desde Platón hasta Karl Jaspers ha sido considerada por muchos filósofos el origen del conocimiento. Las artes de vanguardia erigieron al asombro en componente necesario del efecto estético, y, en el momento en que les dio pudor seguir llamándose de vanguardia, dejaron al mercado, a las galerías, a los editores y a la publicidad la tarea de suscitarlo para atraer públicos. Los antropólogos también lo cultivan en tanto especialistas en culturas exóticas, costumbres poco habituales o que ya nadie cree que se practiquen, y por eso se llaman a sí mismos "mercaderes de lo insólito" (Geertz, 1996:122).

Varios antropólogos asombrados con la globalización temen que el intenso entrecruzamiento de tantas culturas "aumente el número de personas que han visto demasiadas cosas para ser susceptibles de sorprenderse fácilmente" (Hannerz, 1996:17). Hace diez o quince años los estudios antropológicos y culturales realizaron innovaciones teóricas y metodológicas al preguntarse qué sucedía cuando las prohibiciones musulmanas se ejecutaban en Manhattan o París, las artesanías indígenas se vendían en boutiques modernas y las músicas folcloricas se convertían en éxitos mediáticos. Hoy todo eso se ha vuelto tan habitual que es difícil asombrar a alguien escribiendo libros sobre tales mezclas. Una parte de las humanidades clásicas tiende a conjurar lo que aún puede desconcertar en esas "confusiones" reafirmando el canon de los saberes y las artes occidentales. Un sector de los científicos sociales busca reordenar ese "caos" reduciendo la complejidad de la globalización a pensamiento único. No faltan especialistas en estudios culturales que también intentan simplificar ese desorden buscando en una posición subordinada (la subalternidad, la condición poscolonial o algún discurso minoritario) el observatorio alternativo que dará la clave para ya no tener que asombrarse de lo que resulta difícil entender.


BARBARIE.
Componente habitual en los procesos culturales. Según Walter Benjamin, todo documento de cultura es al mismo tiempo un documento de barbarie. A través de toda la historia, cada sociedad se arregló para colocar lo bárbaro fuera de sus fronteras. El populismo absolvió la barbarie dentro de la propia sociedad. La globalización la trajo y la reprodujo dentro de nuestras naciones y nuestras casas.

CAMPOS MODERNOS
¿Cómo salir de la sensación de impotencia que genera la diseminación de un sentido común globalizado? Si el pensamiento único de los economistas neoliberales se ha impuesto por todo el planeta no es tanto por sus éxitos parciales (contener la hiperinflación, aumentar la competitividad de algunas empresas), como por haber logrado quitarle importancia a sus fracasos (aumento del desempleo, de la distancia entre ricos y pobres, de la violencia e inseguridad urbanas). Luego extienden sus precarios éxitos explicativos en una zona de la economía -las finanzas- al conjunto de la sociedad y la cultura. Todo se podría entender reduciéndolo a fenómenos de mercado y flujos de inversiones especulativas.
Esta pretensión de dar cuenta de lo que ocurre en los campos de la naturaleza, de la educación y la creación artística, del poder y del sufrimiento, sujetándolos a otro territorio fue característico de las épocas premodernas. Se traía a fuerzas extrañas a esos campos y se les pedía que explicaran y arreglaran aquello con lo que no se sabía qué hacer. Seres extranaturales eran invocados para poner orden en la naturaleza, los dioses se volvían competentes no sólo en cuestiones religiosas sino en los desórdenes más cotidianos de la educación y la moral, esclarecían los misterios del arte, los sufrimientos más variados y los ejercicios más arbitrarios del poder.
La modernidad modificó esta situación al buscar explicaciones específicas para cada proceso. Del régimen totalitario de los "saberes" míticos y teológicos pasamos al régimen que independiza los sistemas en que funciona el mundo y que hemos llamado ciencia. Se trata no sólo de saberes laicos, sino específicos: conocimientos biológicos para la naturaleza, sociales para lo social, políticos para el poder, y así con cada campo.
¿Por qué hemos perdido esta elemental regla metodológica, y por qué su abolición ha sido tan fácilmente aceptada? Las narrativas del siglo XX sugieren dos claves: el mundo se ha vuelto más complejo y más interconectado. Las "teorías" que proponían los relatos para entender cómo se relacionaban los saberes específicos de cada campo, la economía con la educación, y ambas con el arte y el poder, fueron incapaces de controlar los desórdenes (liberalismo clásico) o lo hicieron con un absolutismo a la larga ineficaz, que generó más descontento que soluciones (el marxismo). Entonces llega otra "teoría" que propone variar un poco las explicaciones del liberalismo, suprimir la autonomía que éste reconocía a los campos y la autonomía que toleraba en las naciones y los sistemas civilizatorios (occidente por un lado, oriente por el otro), a fin de proponer una nueva comprensión de la creciente complejidad aparecida en un mundo cada vez más interrelacionado. Lo hace con principios demasiado simples, entre los cuales el vertebral es convertir todos los escenarios en lugares de compra y venta. Si en la educación, en el arte, en la ciencia y en la política ocurren procesos distintos del intercambio de mercancías son detalles menores, "daños colaterales" (como dijo la OTAN en la guerra de Kosovo), que al fin de cuentas se volverán reductibles a lo que esos ámbitos tienen de mercado.
Está por descifrarse cómo un pensamiento tan elemental se pudo convertir en sentido común universal. No alcanzan las explicaciones comunicacionales que lo atribuyen al poder persuasivo de los medios, ni las conspirativas que lo ven como una especie de golpe de estado rápido de las multinacionales. Ambas interpretaciones apuntan a movimientos parciales, que sin duda ocurrieron y aún operan. Pero despachan demasiado velozmente la cuestión de qué ha fracasado en el proyecto moderno para que se hayan perdido tantas de sus conquistas. No simplemente qué falló en la economía o en la política moderna, o en la ciencia y en las vanguardias artísticas por separado, sino por qué se frustró el propósito de pensar las interrelaciones entre estos campos respetando su autonomía.
Si tomamos en serio las críticas de científicos sociales que se multiplican hoy a la globalización hecha a la neoliberal (Beck, Bourdieu, Castells, Habermas) y los movimientos sociales y políticos que buscan reencontrar niveles de justicia social y económica, de empleo y seguridad, de desarrollo educativo y cultural alcanzados por las mayorías en la modernidad (Seattle, Washington, Quito, etc...), repensar estas cuestiones parece decisivo. Porque no se trata apenas de construir movimientos de resistencia, sino de refundar la modernidad. Aparece, entonces, indispensable la tarea cultural: repensar los significados, el sentido moderno, aceptando la complejidad de las interacciones globales. Rediscutir la autonomía de los campos culturales, políticos, económicos, y sus necesarias interconexiones.


CREATIVIDAD.
Desde la mitad del siglo XX esta palabra fue objeto de suspicacias o desinterés. En parte se debe a que la sociología y la historia social del arte mostraron la dependencia de los artistas de los contextos de producción y circulación en que realizan sus innovaciones. Los actos "creadores" fueron analizados más bien como trabajo, como culminación de experiencias colectivas y de la historia de las prácticas sociales. Aun cuando actúen en ruptura con las convenciones establecidas, los artistas que desean comunicar sus búsquedas deben tomar en cuenta los hábitos perceptivos y la disposición imaginativa de los receptores, que se hallan socialmente estructurados (Bourdieu).
En segundo lugar, después de la efervescencia innovadora de los años sesenta (happenings, arte en la calle, valoración del gesto en la plástica, de la improvisación en la música y en las artes escénicas), que extremó la capacidad inventiva y la originalidad como valor supremo, el impulso vanguardista se agotó. De los años setenta a los noventa, las artes visuales mostraron cierta monotonía, como si hubieran llegado a un techo creativo. El pensamiento posmoderno abandonó la estética de la ruptura y propuso revalorar distintas tradiciones, auspició la cita y la parodia del pasado más que la invención de formas enteramente inéditas. Pero fue sobre todo con la expansión de los mercados artísticos, cuando se pasó de las minorías de amateurs y élites cultivadas a los públicos masivos, que disminuyó la autonomía creativa de los artistas. Sus búsquedas fueron situadas bajo las reglas del marketing, la distribución internacional y la difusión por medios electrónicos de comunicación. (Hughes, 1993; Moulin, 1992).
Un tercer factor que quitó apoyo a la creatividad fue la reducción del mecenazgo estatal y de los movimientos artísticos independientes en la cultura. Las políticas privadas y públicas se reconfiguraron bajo criterios empresariales. En vez de la originalidad de lo creado y exhibido, se destacó la capacidad de recuperación de las inversiones en exposiciones y espectáculos. Cada vez se pregunta menos qué aporta de nuevo esta obra o este movimiento artístico. Lo que interesa saber es si esa actividad se autofinancia, genera ganancias y prestigio para la empresa que la auspicia. Es difícil que los artistas logren interesar a un sponsor sin ofrecerle impacto en los medios y beneficios materiales o simbólicos.
Si bien estas tendencias persisten, en los últimos años la creatividad vuelve a ser valorada en varios campos culturales. Por ejemplo, en el diseño gráfico e industrial, la publicidad, la fotografía, la televisión, los espectáculos multitudinarios y la moda. Quienes diseñan una revista semanal, filman videoclips y renuevan los estilos de vestir están preocupados por el hallazgo de nuevas formas, por combinar textos, imágenes y sonidos de una manera que a nadie se le había ocurrido. Su reconocimiento en el mercado depende de que su firma, o la de la empresa para la cual trabajan, logren sorprender periódicamente, ofrezcan novedades que los diferencien de los competidores y de su propio pasado.
En las artes "cultas" algunos autores preguntan si la pérdida de la creatividad no sería un fenómeno del mainstream, o sea de los artistas controlados por circuitos de galerías y museos que tienen sus centros en Nueva York, Londres, París y Tokio, quienes se han rendido "a la imagen efímera de los medios y a la persuasión sin protestas"... "al declive general de los niveles educacionales" y al "estado de continua agitación, pero cada vez con menos expectativas" (Hughes, 1992), que se observa en las metrópolis citadas. En búsqueda de nuevas fuentes creativas, museos de esas ciudades miran hacia las minorías de sus propios países, al arte y las artesanías de sociedades periféricas. Algo semejante ocurre en la realimentación del mercado de la world music con melodías y cantantes étnicos, lo cual suele llevar a oponer fácilmente un primer mundo fatigado y un tercer mundo creativo. Tales exaltaciones ocasionales no modifican la asimetría, la desigualdad estructural entre unos y otros, aún más difíciles de superar en las condiciones de empobrecimiento y retracción de las inversiones culturales sufridas en las naciones periféricas.
Además, la creatividad pasa a valorarse en un sentido más extenso, no sólo como producción de objetos o formas novedosas, sino también como capacidad de resolver problemas. La cultura actual exalta la creatividad en los nuevos métodos educativos, las innovaciones tecnológicas y la organización de las empresas, en los descubrimientos científicos y en su apropiación para resolver necesidades locales. En la pedagogía ordinaria y en los cursos de reciclamiento se elogian la creatividad, la imaginación y la autonomía que facilitan reubicarse en un tiempo de cambios veloces (Chiron).

CONSUMO CULTURAL.
En los últimos quince años ha cambiado la situación de este campo, notoriamente en América Latina. Comienza a existir información sistemática sobre los hábitos y gustos de los consumidores, que permite recolocar en relación con ellos el debate sobre políticas culturales. También se avanzó en estudios cualitativos sobre culturas populares, consumo de arte de élite y de medios masivos de comunicación.
Esas investigaciones estuvieron asociadas a cierta utopía de los estudios culturales en su primera etapa: conocer más los comportamientos, las necesidades y los deseos de los consumidores iba a facilitar una democratización de la cultura. Con el tiempo ese imaginario ha perdido fuerza. Una de las razones del debilitamiento es que las políticas culturales públicas quedaron desubicadas en el proceso de industrialización e informatización de la cultura, o entregaron esas nuevas modalidades al mercado. Por otro lado, el crecimiento en el estudio de los públicos se debe sobre todo a lo hecho por las empresas comunicacionales que mantienen en forma hermética ese saber. Los Estados se han desentendido de la producción de conocimientos públicos, o de que esos conocimientos privados abran su acceso a sectores interesados en el debate de la agenda pública. De manera que en este momento hay acumulados libros y tesis sobre consumo cultural, tenemos un conocimiento incomparable con el que había hace quince años, por lo menos en los países con mayor desarrollo científico en América Latina, pero sin lograr producir, a partir de estos estudios, cambios importantes en las políticas, en los diseños culturales.
Se encuentra ahora mayor sensibilización a lo que los públicos quieren, se puede establecer mejor qué actividades tienen sentido o cuáles no. Pero no podemos ocultar que la mayor parte de los programas culturales parecen hacerse para que las instituciones se reproduzcan, y muy pocas veces para atender necesidades y demandas de la población. Hay excepciones: algunas experiencias de los nuevos gobiernos democráticamente elegidos en la ciudad de Buenos Aires y en la de México, o las del PT en Sao Paulo y Porto Alegre, escapan a esta caracterización de autorreproducción social.

CULTURA.
"Dos diagnósticos de época que, a primera vista, parecen incompatibles, disputan actualmente la preferencia de las opiniones: para el primero, en el mundo de hoy todo es cultural; para el segundo, no hay nada que se escape a la determinación económica, no en última, sino en primerísima instancia. Así, la realidad, que es una sola, se ve ya como enteramente cultural, ya como puramente económica. Sin excluir la hipótesis de que todo es cultural por razones económicas y viceversa." (Fiori Arantes, 2000:19)

ECLECTICISMO.
Véase Zapping.

ESTÉTICA.
Hace décadas que el feísmo, la insolencia, la "desprolijidad" de las prácticas artísticas impiden definirla como ciencia de lo bello. A su vez, los estudios antropológicos y sociológicos de arte obligan a descreer de la estética como una actividad enteramente desinteresada, sin fines morales ni políticos ni mercantiles. Sin embargo, la reducción hecha por una parte de las ciencias sociales y los estudios culturales de lo estético a lo social, a diferencias étnicas o de género, a un tipo de discurso como cualquier otro, ha diluido la pregunta acerca de si las artes y la literatura tienen alguna especificidad.
La crítica sociológica y de los estudios culturales fue útil para deshacernos del idealismo estético. Reconocemos, así, que una parte de los bienes y mensajes artísticos puede ser conocida con los mismos instrumentos que usamos para cualquier otro proceso cultural. Pero ¿qué hacer con el excedente de sentido, la densidad semántica no capturada por esa estrategia culturalista o sociologizante? Algunos autores conjeturan que ese plus estético tiene algo que ver con formas de construir la distinción y la diferencia en las sociedades, y con la posibilidad de pensar críticamente en la sociedad (Bourdieu, Sarlo). Retoman así una corriente de larga duración que ha hablado del arte como lugar de transgresión e innovación, exasperación de los imaginarios sociales e individuales. Un lugar donde, por la atención que se presta a la polisemia, a la densidad simbólica, hay mayores posibilidades que en el vértigo de los medios de nombrar nuestras relaciones más profundas, radicales o complejas con la naturaleza, con la sociedad, con la muerte, esos temas artísticos mayores de todas la épocas. Es un territorio resbaladizo, cargado de riesgos, pero si tomamos en cuenta las críticas al idealismo estético podemos ir construyendo un espacio para pensar estas cuestiones. No es ningun lujo, me parece. Se trata de un campo de análisis e investigación importante para superar las homogeneizaciones fáciles del mercado y construir alternativas políticas desde un pensamiento crítico.

EXPLOSIVIDAD.
Disminuyeron en la última década las bombas, los atentados, la violencia extrema en América Latina (salvo en Colombia y en algunas ciudades de otros países). Sin embargo, las demandas pendientes contra las dictaduras de los setenta y los ochenta, y las deudas sociales acrecentadas por el ajuste neoliberal, hacen proliferar estallidos en casi todo el continente: protestas por violaciones a derechos humanos, asaltos a supermercados, ocupaciones de tierras, enfrentamientos de fuerzas represivas con movimientos indígenas, urbanos, de desempleados y de empleados a los que les deben seis meses de raquíticos sueldos. Gran parte de los movimientos sociales, como los sin tierra en Brasil, los de derechos humanos en Argentina, Uruguay y Chile, los movimientos indígenas de Ecuador, México y Guatemala, emergen de frustraciones graves e insisten en reivindicaciones estructurales muy postergadas. En los últimos 15 o 20 años hemos visto la derrota de corrientes socialistas, y el triunfo de las tendencias neoliberales logra dejar de lado transformaciones estructurales que tienen que ver con la justicia social, con la seguridad de las mayorías, con el indispensable empleo. La baja capacidad de los partidos históricos para representar esas demandas aumenta la explosividad social, que promete crecer en los próximos años. En este espacio de insatisfacciones difícilmente gobernable, las políticas culturales tienen una vasta tarea como políticas organizadoras de las incertidumbres y los conflictos simbólicos, como movilizadoras de nuevos sentidos sociales. Como lugar en el que se reformulan los vínculos entre cultura, sociedad y política.
GLOBALIZACIÓN.
"Cualquier libro sobre globalización es un moderado ejercicio de megalomanía" (Appadurai, 1996:18).

HETEROGENEIDAD.
Noción central en el pensamiento de las ciencias sociales y los estudios culturales, que obtiene en América Latina reelaboraciones en años recientes, sobre todo en los estudios culturales. Se analiza, por ejemplo, qué significa que la heterogeneidad sea multitemporal. No encontramos una simple diversidad de clases con historias culturales diferentes. Si bien todos participan de la contemporaneidad -aun los indígenas que están más o menos integrados al mercado y a la sociedad nacional - sus costumbres, hábitos, forma de pensamiento y creencias, proceden de épocas distintas, de relaciones sociales construidas en periodos diferentes. Esas temporalidades diversas pueden convivir, adecuarse unas a otras, pero no se trata de simple coexistencia de grupos dispares, sino con espesores históricos diferentes. El proletariado industrial tiene una heterogeneidad distinta de la del campesinado, y ambos diversos de la indígena.
De este reconocimiento surgen consecuencias para las investigaciones y para las políticas culturales y sociales. En la investigación, no podemos estudiar sólo la apariencia sincrónica de la sociedad, sino que debemos reconocer la heterogeneidad formada en etapas distintas, y rastrear históricamente esa diversidad. Es necesario reformular las relaciones entre antropología e historia, antropología y etnohistoria, o de la sociología de los procesos económicos, donde suele predominar lo sincrónico, con los estudios históricos para ayudar a entender la densidad de otras etapas que se insertan en la estructura actual. Esto es válido aun para los procesos socioculturales más ostensiblemente contemporáneos, como la comunicación masiva. Prevalece lo que generan las nuevas tecnologías, pero sus modos de comunicación se insertan en relaciones históricamente construidas, sus mensajes son descodificados por audiencias que tienen historias, más largas o más cortas, con recursos dispares y posibilidades desiguales de insertarse en la modernidad globalizada.

MUSEO.
La mayor creatividad que se observa en los museos de la última década es una creatividad arquitectónica, no museográfica ni mucho menos museológica. La crisis de las vanguardias, el agotamiento de la innovación estética, la falta de nuevas ideas acerca de la función del museo, se ha tratado de resolver convirtiendo al museo en centro cultural. El caso del Centro Pompidou es ejemplar en este sentido. O, por otro lado, convocando a grandes arquitectos que hagan envases llamativos -el Guggenheim de Bilbao es el caso más emblemático- sin preocuparse mucho sobre qué poner adentro, o cómo comunicar lo que se va a exhibir.
Hay discusiones interesantes de pedagogía museográfica y aplicación de nuevas tecnologías informáticas para revitalizar los museos y volverlos interactivos. No podemos desconocerlo. Pero la noción misma de museo está estancada. Algunos trabajos de James Clifford, Andreas Huyssen y varios más parecen interesantes para repensar la función del museo, pero no hay que olvidar que las reflexiones de Clifford y Huyssen sobre este tema están ligadas a proyectos de investigación que exceden lo museológico: cómo trabajar sobre la memoria en la actualidad, cómo documentar dramas históricos, qué puede significar para el arte, ahora encandilado por las instalaciones, ese arte tan poco museificable o tan difícil de museificar. Los estudios culturales tienen atractivas oportunidades para repensar el patrimonio, la historia, la memoria y los olvidos, a fin de que las instituciones y las políticas culturales se renueven con algo más que con astucias publicitarias.
Es curioso: estamos en una época de vasta reflexión sobre la memoria. Se vuelve a repensar el holocausto, las dictaduras del cono sur en América Latina, otros países están redescubriendo qué hacer con su pasado. De modo que es posible pronosticar que nos estamos acercando a un momento en que se va a re-flexionar el museo por la necesidad de tener una institución que canalice esta nueva visión sobre la memoria. En todo caso, será la prueba para ver si el museo todavía es necesario.

POLÍTICAS CULTURALES.
Los estudios recientes tienden a incluir bajo este concepto el conjunto de intervenciones realizadas por el Estado, las instituciones civiles y los grupos comunitarios organizados a fin de orientar el desarrollo simbólico, satisfacer las necesidades culturales de la población y obtener consenso para un tipo de orden o de transformación social. Pero esta manera de caracterizar el ámbito de las políticas culturales necesita ser ampliada teniendo en cuenta el carácter transnacional de los procesos simbólicos y materiales en la actualidad. No puede haber políticas sólo nacionales en un tiempo donde las mayores inversiones en cultura y los flujos comunicacionales más influyentes, o sea las industrias culturales, atraviesan fronteras, nos agrupan y conectan en forma globalizada, o al menos por regiones geoculturales o lingüísticas. Esta transnacionalización crece también, año tras año, con las migraciones internacionales que plantean desafíos inéditos a la gestión de la interculturalidad más allá de las fronteras de cada país.
Las políticas culturales pueden ser un tipo de operación que asuma esa densidad y complejidad a fin de replantear los problemas identitarios como oportunidades y peligros de la convivencia en la heterogeneidad. En esta perspectiva, la función principal de la política cultural no es afirmar identidades o dar elementos a los miembros de una cultura para que la idealicen, sino para que sean capaces de aprovechar la heterogeneidad y la variedad de mensajes disponibles y convivir con los otros.
Hasta ahora lo poco que ha habido de horizonte supranacional en las políticas culturales se concibe como cooperación intergubernamental. Necesitamos también políticas de regulación y de movilización de recursos a escala internacional. Esto tiene que ver con la reconstrucción de la esfera pública. Urge revitalizar lo público dentro de cada país para dar sentido social a ámbitos y circuitos culturales afectados por los procesos de privatización, pero también es preciso reformular el papel de los organismos internacionales y otros actores públicos en medio de los acelerados acuerdos para integrar las economías latinoamericanas entre sí y con las de Norteamérica y Europa.
Las agendas de los ministros de cultura, así como las de la OEA y otros organismos, siguen organizadas como hace 20 años. Los intercambios culturales entre los países latinoaméricanos a nivel interestatal son paupérrimos: se manda a un pianista a cambio de dos pintores, se crea una Casa de la Cultura de un país en otro. Los intercambios culturales mas innovadores e influyentes han sido realizados por dos tipos de actores a los que nadie les encargó hacer política cultural: la televisión, especialmente las cadenas mexicanas, brasileñas y estadounidenses, y los enormes contingentes de migrantes y exiliados que han creado circuitos de comunicación informal muy significativos entre sus países de origen y de destino. Pero esto no es asumido por ningún tipo de políticas de integración regional. Ha habido propuestas en este sentido realizadas por expertos en reuniones promovidas por la UNESCO o por algunos ministerios de cultura, pero no se han traducido en decisiones políticas. Tal vez sea éste uno de los desafíos más urgentes en América Latina: construir instancias nuevas de circulación de bienes y mensajes culturales, liberar de aranceles la difusión de libros, multiplicar las coproducciones musicales y cinematográficas, lograr inversiones conjuntas para generar productos representativos de varios países.

WALKMAN.
Artefacto que se le ocurrió al presidente de Sony, Akio Morita, en 1980, caminando por Nueva York. Suele usarse para acompañar caminatas en pedazos de naturaleza hallables dentro de la aglomeración urbana, para cultivar la soledad en las ciudades, sin dejar de conectarse con la cultura. "El walkman, como la radio de transmisores, la computadora portátil y, sobre todo, la tarjeta de crédito, es un objeto privilegiado del nomadismo contemporáneo...es tanto una máscara como un velo: una sigilosa puesta en escena de artificios teatrales localizados" (Chambers, 1995:75). Todo esto estimula a asociar los walkman con las políticas culturales.

ZAPPING.
Procedimiento poco útil para encontrar variedad en la televisión. Epistemología: procedimiento insuficiente para compatibilizar teorías y autores distintos. Los escasos avances reconocibles para superar el eclecticismo en esta época en que tantos procesos socioculturales desbordan a las disciplinas ocurren cuando los antropólogos se ocupan a la vez de la creatividad y de los cambios macrosociales, los sociólogos políticos de la heterogeneidad, y en general cuando los especialistas dudan de sus campos y se animan a meter las narices donde no estaban acostumbrados a que los llamaran. Pero buscando siempre cómo evitar los riesgos del zapping: la acumulación errática de escenas. Y desarrollando con más complejidad la estrategia del walkman para no privarse del asombro: encontrar una posición, dentro de la multitudinaria sociabilidad, que conduzca a la autonomía, no al autismo.


Bibliografía.Appadurai, Arjun. Modernity at Large: Cultural Dimensions of Globalization, Minneapolis / Londres, University of Minessota Press, 1996.
Beck, Ulrich. ¿Qué es la globalización?: falacias del globalismo, respuestas a la globalización, Barcelona, Paidós, 1998.
Castells, Manuel. La ciudad informacional, Madrid, Alianza, 1995.
Chambers, Ian. Migración, cultura, identidad. Buenos Aires, Amorrortu editores, 1994.
Chiron, Éliane. La créativité comme valeur pédagogique. De la créativité a l’ artistique dans l’ enseinement des arts plastiques, en France, Communications, París, n° 64, 1997.
Clifford, James. Dilemas de la cultura, Antropología, literatura y arte en la perspectiva posmoderna, Barcelona, Gedisa, 1995.
Fiori Arantes, Otilia Beatriz. Pasen y vean... Imagen y city-marketing en las nuevas estrategias urbanas, Punto de Vista, n° 66, Buenos Aires, abril - 2000.
Geertz, Clifford. Los usos de la diversidad. Paidós, ICE / U.A.B. - Buenos Aires-Barcelona-México, 1996.
Habermas, Jürgen. La inclusión del otro, Paidós, Barcelona, 1999.
Hannerz, Ulf. Conexiones transnacionales. Madrid, Frónesis Cátedra Universitat de Valencia, 1996.
Hughes, Robert. A toda crítica: ensayos sobre arte y artistas, Barcelona, Anagrama, 1992.
Huyssen, Andreas. Twilight Memories. Marking Time in a Culture of Amnesia. New York and London, Routledge, 1995.
Moulin, Raymonde. L´artiste, l´institution et le marché", París, Flammarion, 1992.
Sarlo, Beatriz. Los estudios culturales y la crítica literaria en la encrucijada valorativa, Revista de crítica cultural, n° 15, Santiago de Chile, noviembre 1997.
Néstor García Canclini,"Para un diccionario herético de estudios culturales", Fractal n° 18, julio-septiembre, 2000, año 4, volumen V, pp
. 11-27.



NÉSTOR GARCÍA CANCLINI
El malestar en los estudios culturales


No encuentro un término mejor para caracterizar la situación actual de los estudios culturales que la fórmula inventada por los economistas para describir la crisis de los años ochenta: estanflación, o sea, estancamiento con inflación. En los últimos años se multiplican los congresos, libros y revistas dedicados a estudios culturales, pero el torrente de artículos y ponencias casi nunca ofrece más audacias que ejercicios de aplicación de las preguntas habituales de un poeta del siglo XVII, un texto ajeno al canon o un movimiento de resistencia marginal que aún no habían sido reorganizados bajo este estilo indagatorio. La proliferación de pequeños debates amplificados por internet puede dar la apariencia de dinamismo en los estudios culturales, pero –como suele ocurrir en otros ámbitos con la oferta y la demanda– tanta abundancia, circulando globalizadamente, tiende a extenuarse pronto; no deja tiempo para que los nuevos conceptos e hipótesis se prueben en investigaciones de largo plazo, y pasamos corriendo a imaginar lo que se va a usar en la próxima temporada, qué modelo nos vamos a poner en el siguiente congreso internacional.
Hay, sin embargo, algunos productos que escapan a ese mercado, a estos desfiles vertiginosos. Después de veinte o treinta años de estudios culturales, es posible reconocer que esta corriente generó algunos resultados mejores que la época de fast- thinkers en que le tocó desenvolverse.
Unas cuantas investigaciones han contribuido a pensar de otro modolos vínculos con la cultura y la sociedad de los textos literarios, el folclor, las imágenes artísticas y los procesos comunicacionales. En algunos casos, sobre todo en América Latina, al estudiarse conjuntamente la interacción de estos campos disciplinarios con su
contexto se viene produciendo una renovación de las humanidades y las ciencias sociales. En Estados Unidos, los cultural studies han modificado significativamente el análisis de los discursos, dentro del territorio humanístico, pero son escasas las investigaciones empíricas: en esa especie de enciclopedia de esta corriente que es el libro coordinado por Lawrence Grossberg, Any Nelson y Pamela Treichler, no se encuentra a lo largo de sus 800 páginas casi ningún dato duro, gráficas, muy pocos materiales empíricos, pese a que varios textos hablan de la comunicación, el consumo y la mercantilización de la cultura. De sus cuarenta artículos ni uno está dedicado a la economía de la cultura. Ante tales carencias es comprensible que muchos científicos sociales desconfíen de este tipo de análisis.
El otro aspecto crítico que deseo destacar es que la enorme contribución realizada por los estudios culturales para trabajar transdisciplinariamente y con procesos interculturales –dos rasgos de esta tendencia– no va acompañada por una reflexión teórica y epistemológica. Sin esto último, puede ocurrir lo que tantas veces se ha dicho de los estudios literarios, del folclor y de otros campos disciplinarios: que se estancan en la aplicación rutinaria de una metodología poco dispuesta a cuestionar teóricamente su práctica.
Creo que los estudios culturales pueden librarse del riesgo de convertirse en una nueva ortodoxia fascinada con su poder innovador y sus avances en muchas instituciones académicas, en la medida en que encaremos los puntos teóricos ciegos, trabajemos las inconsistencias epistemológicas a las que nos llevó movernos en las fronteras entre disciplinas y entre culturas, y evitemos "resolver" estas incertidumbres con los eclecticismos apurados o el ensayismo de ocasión a que nos impulsan las condiciones actuales de la producción "empresarial" de conocimiento y su difusión mercadotécnica. Lo digo así para insinuar que el énfasis teórico epistemológico, al que me limitaré por restricciones de tiempo, no puede hacernos olvidar que nuestras incertidumbres están relacionadas con la descomposición del orden social, económico y universitario liberal, con la irrupción y las derrotas de movimientos sociales cuestionadores en las últimas décadas y con el desmoronamiento de paradigmas pretendidamente científicos que guiaron la acción social y política. Se verá al final que esta revisión teórica tiene consecuencias en uno de los territorios al que los estudios culturales ha prestado más atención: la construcción del poder a partir de la cultura.


¿Cómo narramos los desencuentros?


Quiero situar estas preocupaciones en relación con procesos de fin de siglo que por el momento, para entendernos, voy a sintetizar como las estrategias de construcción, circulación y consumo de estereotipos interculturales. Llegué a este asunto luego de estudiar varios años las políticas culturales y su transformación en el contexto de libre comercio e integración regional y global.
Desde que comenzó a gestionarse el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, México y Canadá, así como otros posteriores entre países latinoamericanos (Mercosur, Grupo de los Tres, etc.) y de éstos con Estados Unidos, es evidente que estos acuerdos no sólo liberalizan el comercio, sino que conceden aunque sea un pequeño lugar a cuestiones culturales, se acompañan con un incremento del intercambio sociocultural multinacional y favorecen actividades que antes no existían o eran débiles. Se están haciendo nuevos convenios entre empresas editoriales y de televisión, entre universidades y centros artísticos de varios países, e innumerables reuniones sobre la articulación de programas educativos, científicos y artísticos de las naciones involucradas. Están cambiando las imágenes que cada sociedad tiene de las otras y las influencias recíprocas en los estilos de vida.
¿Con qué instrumentos intelectuales enfrentamos esta situación? En los últimos cinco años se han escrito muchos artículos y desarrollado polémicas sobre los nuevos procesos culturales –sobre todo a nivel periodístico– por parte de intelectuales, funcionarios públicos y empresarios. Pero pocos se preguntan si los instrumentos y modelos conceptuales empleados en el pasado sirven para analizar la nueva etapa. En Estados Unidos y en los países latinoamericanos se están revisando las políticas culturales, pero raras veces toman como eje este novedoso proceso de integración; apenas reorganizan sus instituciones culturales de acuerdo con el adelgazamiento de los presupuestos estatales y según criterios empresariales. De manera que los análisis del intercambio cultural no se apoyan en un paradigma consistente, adecuado a la situación de fin de siglo, sino sobre la función de la cultura en la interacción entre todas estas sociedades. Sin pretender ser exhaustivo, voy a referirme a dos narrativas que quizá sean las más influyentes.
1. La inconmensurabilidad ideológica. Este primer relato aparece en debates sobre el libre comercio en América del Norte que tienen en cuenta la cultura y las comunicaciones no sólo como parte de los intercambios económicos sino también como claves para los logros o fracasos de tales interacciones. La compatibilidad en los estilos culturales de desarrollo es considerada un ingrediente básico para realizar cualquier integración multinacional y para que se desenvuelva con éxito. Algunos autores jerarquizan "la similitud en las orientaciones hacia la democracia" y la coincidencia o convergencia de las modalidades de desarrollo económico (R. Inglehart et al., Convergencia en Norteamérica, política y cultura, 1994). Pero dudan acerca de la integración norteamericana, debido a que el predominio de la tradición protestante de Estados Unidos y Canadá habría generado en esas sociedades ciertas virtudes ("trabajo, humildad, frugalidad, servicio y honestidad") que contrastarían con las que la tradición católica habría promovido preferentemente en México ("la recreación, la grandiosidad, la generosidad, la desigualdad y la hombría") (R. Inglehart et al., op. cit.).
Los mismos autores sostienen que quizá tales divergencias históricas no sean tan importantes si pensamos que el proceso de integración, iniciado a mediados de este siglo, favorece la apertura de las sociedades y lleva a aceptar nuevos marcos conceptuales para transformarlas. En los países de Norteamérica la convergencia se lograría al tener intereses compartidos por desarrollar economías de libre mercado y formas políticas democráticas, y dar menor peso a las instituciones nacionales en beneficio de la globalización. Pero sabemos que estos tres puntos supuestamente comunes motivan controversias en las tres naciones: su cuestionamiento se acentuó durante los debates sobre si se firmaba o no el TLC, y en los tres primeros años de su aplicación. Los autores citados, pese a su visión optimista de la liberación comercial, reconocen que ésta "produce oposición política porque atrae claramente la atención hacia dilemas antiguos o de reciente aparición". La agudización de conflictos fronterizos y migratorios en los años recientes pone en evidencia los dilemas culturales irresueltos; por ejemplo, la integración multiétnica, la coexistencia de nuevos migrantes con residentes antiguos, y el reconocimiento pleno de los derechos de las minorías y de las regiones dentro de cada país. El aumento de las relaciones favorecido por la integración está revelando la escasa pertinencia de la narrativa sobre la inconmensurabilidad ideológica.
2. La "americanización” de América Latina y la latinización de E.U. Algunas de estas cuestiones son más consideradas en otra narrativa, con una extensa historia, que examina las relaciones entre estas sociedades como si lo principal fuera la creciente "americanización" de la cultura en los países latinoamericanos y, en sentido inverso, la latinización y mexicanización de algunas zonas de Estados Unidos. Carlos Monsiváis ha escrito que tales preocupaciones son tardías, porque América Latina viene americanizándose desde hace muchas décadas y esta americanización ha sido "las más de las veces fallida y epidérmica" (C. Monsiváis, "De la cultura mexicana en vísperas del Tratado de Libre Comercio", en G. Guevara Niebla y N. García Canclini (eds.), La educación y la cultura ante el Tratado de Libre Comercio, 1994). Admite este autor que el proceso se ha acentuado con la dependencia económica y tecnológica, pero ello no elimina la conservación de una lengua diferente en México –por más palabras inglesas que se incorporen–, ni la fidelidad a tradiciones religiosas, gastronómicas, y formas de organización familiar diferentes de las de Estados Unidos. Por otra parte, también toma en cuenta –como otros– las crecientes migraciones de mexicanos hacia Estados Unidos, que influyen en la cultura política y jurídica, los hábitos de consumo y las estrategias educativas, artísticas y comunicacionales de estados como California, Arizona y Texas. Sin embargo, la discriminación, las deportaciones, la exclusión cada vez más severa de muchos migrantes latinos de los beneficios del "american way of life" vuelven cada vez más conflictiva la presencia de "hispanos": al menos, no permiten pronosticar un avance limitado y unidireccional de los grupos mexicanos y latinoamericanos en Estados Unidos, ni permiten asegurar que la cultura latina vaya a trascender su lugar periférico dentro de este país.
¿Proveen los estudios culturales un paradigma científicamente más válido para superar el carácter insatisfactorio de estas narrativas? (Quiero aclarar que tomo en bloque, bajo la denominación de estudios culturales, vastos conjuntos de trabajos que, si bien poseen los rasgos antes señalados, presentan diferencias entre los practicantes estadounidenses y latinoamericanos, así como dentro de cada región. No tengo espacio aquí más que para remitir a textos en que varios autores distinguimos tales variaciones: J. Beverley, "Estudios culturales y vocación política" (Revista de crítica cultural, N. 12, 1996); N. García Canclini, Culturas en globalización (1996); L. Grossberg et al, Cultural studies (1992); F. Jameson, "Conflictos interdisciplinarios en la investigación sobre cultura" (Alteridades, N. 5, 1993); N. Richard, "Signos culturales y mediaciones académicas" (B. González, Cultura y tercer mundo, 1996); G. Yúdice, "Tradiciones comparativas de estudios culturales: América Latina y Estados Unidos" (Alteridades, N. 5, 1993).
Tanto la perspectiva transdisciplinaria de los estudios culturales como algunas investigaciones empíricas, y por supuesto la intensificación de intercambios comunicacionales, económicos y migratorios entre Estados Unidos y América Latina, han mejorado el conocimiento recíproco entre estas sociedades. Se diferencian con más cuidado sus diversas regiones y sectores y, por lo tanto, se van superando las definiciones difusas de las identidades nacionales, que las conciben como esencias atemporales y autocontenidas "amenazadas" por el contacto con "los otros". Al ofrecer visiones más profundas de la multiculturalidad y sus diferencias, de la desterritorialización y la reterritorialización, los estudios culturales permiten retrabajar la información sobre la inconmensurabilidad ideológica entre las sociedades, y sobre la americanización y la latinización.
Pese a estos avances conceptuales y empíricos, no puede afirmarse que los estudios culturales constituyan ya un paradigma coherente y consistente (L. Grossberg et al. op. cit.; F. Jameson, op. cit.). En cierto modo, ofrecen también una narrativa, o varias en conflicto, con divergencias acerca del modo de estudiar la cultura y su relación con los contextos sociales. De acuerdo con la afirmación de Frederic Jameson de que los estudios culturales son menos "una disciplina novedosa" que el intento de "construir un bloque histórico", pueden interpretarse las contribuciones de esta corriente al intercambio América Latina-EstadosUnidos como la narrativa más avanzada, con mejor elaboración crítica, pero aún dependiente de los proyectos socioculturales y políticos con que se tratan de encarar las contradicciones. Me refiero a las contradicciones entre lo local, lo nacional y lo global, entre el multiculturalismo hegemónico y el de las minorías en Estados Unidos, entre las concepciones oficiales de la pluriculturalidad en América Latina y las posiciones de los sectores que no se sienten representados por ellas.
Como parte de este proceso, los estudios culturales configuran hoy un ámbito clave de interlocución entre los especialistas de la cultura estadounidense y latinoamericana y, por tanto, pueden examinarse como un espacio de elaboración intelectual de los intercambios entre ambas culturas. Pero para que esta elaboración avance con rigor es necesario trabajar sobre las divergencias teóricas y las inconsistencias epistemológicas responsables de que no pueda hablarse en los estudios culturales de paradigmas o modelos científicos sino de narrativas. Cuando menciono paradigmas o modelos no estoy regresando al cientificismo que postulaba un saber de validez universal, cuya formalización abstracta lo volvería aplicable a cualquier sociedad y cultura. Pero tampoco me parece satisfactoria la complacencia posmoderna que acepta la reducción del saber a narrativas múltiples. No veo por qué abandonar la aspiración de universalidad del conocimiento, la búsqueda de una racionalidad interculturalmente compartida que dé coherencia a los enunciados básicos y los contraste empíricamente. Ha sido este tipo de trabajo el que ha puesto de manifiesto que diferentes culturas poseen lógicas y estrategias diferentes para acceder a lo real y validar sus conocimientos, más intelectuales en algunos casos, más ligadas a la "sensibilidad" y a la "imaginación" en otros. Pero creo que el relativismo antropológico que se queda en un simple reconocimiento desjerarquizado de estas diferencias ha mostrado suficientes limitaciones como para que no nos instalemos en él. La necesidad de construir un saber válido interculturalmente se vuelve más imperiosa en una época en que las culturas y las sociedades se confrontan todo el tiempo en los intercambios económicos y comunicacionales, las migraciones y el turismo. Precisamos desarrollar políticas ciudadanas que se basen en una ética transcultural, sostenida por un saber que combine el reconocimiento de diferentes estilos sociales con reglas racionales de convivencia multiétnica y supranacional.



Revisiones teóricas


a) Un primer requisito para trabajar en esta dirección es redefinir el objeto de los estudios culturales: de la identidad a la heterogeneidad y la hibridación multiculturales. Ya no basta con decir que no hay identidades caracterizables por esencias autocontenidas y ahistóricas, e intentar entenderlas como las maneras en que las comunidades se imaginan y construyen historias sobre su origen y desarrollo. En un mundo tan interconectado, las sedimentaciones identitarias (etnias, naciones, clases) se reestructuran en medio de conjuntos interétnicos, transclasistas y transnacionales. Las maneras diversas en que los miembros de cada etnia, clase y nación se apropian de los repertorios heterogéneos de bienes y mensajes disponibles en los circuitos transnacionales genera nuevas formas de segmentación. Estudiar procesos culturales es, por esto, más que afirmar una identidad autosuficiente, conocer formas de situarse en medio de la heterogeneidad y entender cómo se producen las hibridaciones.
Si bien aquí me interesa destacar el argumento teórico, quiero recordar la tesis de David Theo Goldberg acerca de que "la historia del monoculturalismo" muestra cómo los pensamientos centrados en la identidad y la diferencia conducen a menudo a políticas de homogeneización fundamentalista. Por lo tanto, convertir en concepto eje la heterogeneidad es no sólo un requisito de adecuación teórica al carácter multicultural de los procesos contemporáneos, sino una operación necesaria para desarrollar políticas multiculturales democráticas y plurales, capaces de reconocer la crítica, la polisemia y la heteroglosia.
b) En segundo lugar, pensar los vínculos entre cultura, sociedad y saber, no sólo en relación con las diferencias sino con la desigualdad, requiere ocuparse de la totalidad social. No estoy hablando de las nociones compactas de totalidad pseudouniversalistas y en realidad etnocéntricas, por ejemplo las hegelianas o marxistas, sino de las modalidades abiertas de interacción transnacional que propicia la globalización económica, política y cultural.
En este punto, cabe señalar una diferencia significativa entre los estudios culturales de Estados Unidos y los de América Latina. Me parece que la discrepancia clave entre la multiculturalidad estadounidense y lo que en América Latina más bien se ha llamado pluralismo o heterogeneidad cultural reside en que, como explican varios autores, en Estados Unidos "multiculturalismo significa separatismo" (R. Hughes, Culture of Complaint. The Fraying of America, 1993; Ch. Taylor, "The Politics of Recognition", en D. T. Goldberg (ed.), Multiculturalism: A critical reader, 1994; M. Walzer, "Individus et communautés: les deux pluralismes", en Esprit, junio, 1995). De acuerdo con Peter McLaren, conviene distinguir entre un multiculturalismo conservador, otro liberal y otro liberal de izquierda. Para el primero, el separatismo entre las etnias se halla subordinado a la hegemonía de los WASP y su canon que estipula lo que se debe leer y aprender para ser culturalmente correcto. El multiculturalismo liberal postula la igualdad natural y la equivalencia cognitiva entre razas, en tanto el de la izquierda explica las violaciones de esa igualdad por el acceso inequitativo a los bienes. Pero sólo unos pocos autores, entre ellos McLaren, sostienen la necesidad de "legitimar múltiples tradiciones de conocimiento" a la vez, y hacer predominar las construcciones solidarias sobre las reivindicaciones de cada grupo. Por eso, pensadores como Michael Walzer expresan su preocupación porque "el conflicto agudo hoy en la vida norteamericana no opone el multiculturalismo a alguna hegemonía o singularidad", a "una identidad norteamericana vigorosa e independiente", sino "la multitud de grupos a la multitud de individuos..." "Todas las voces son fuertes, las entonaciones son variadas y el resultado no es una música armoniosa –contrariamente a la antigua imagen del pluralismo como sinfonía en la cual cada grupo toca su parte (pero ¿quién escribió la música?)– sino una cacofonía" (M. Walzer, op. cit.).
En América Latina, las relaciones entre cultura hegemónica y heterogeneidad se desenvolvieron de otro modo. Lo que podría llamarse el canon en las culturas latinoamericanas debe históricamente más a Europa que a Estados Unidos y a nuestras culturas autóctonas, pero a lo largo del siglo XX combina influencias de diferentes países europeos y las vincula de un modo heterodoxo formando tradiciones nacionales. Autores como Jorge Luis Borges y Carlos Fuentes dan cita en sus obras a las tradiciones de sus sociedades de origen junto a expresionistas alemanes, surrealistas franceses, novelistas checos, italianos, irlandeses, autores que se desconocen entre sí, pero que escritores de países periféricos, como decía Borges, exagerando, "podemos manejar" "sin supersticiones", con "irreverencia". Si bien Borges y Fuentes podrían ser casos extremos, encuentro en los especialistas en humanidades y ciencias sociales, y en general en la producción cultural de nuestro continente, una apropiación híbrida de los cánones metropolitanos y una utilización crítica en relación con variadas necesidades nacionales. De un modo análogo puede hablarse de la ductilidad hibridadora de los migrantes, y en general de las culturas populares latinoamericanas. Además, las sociedades de América Latina no se formaron con el modelo de las pertenencias étnico-comunitarias, porque las voluminosas migraciones extranjeras en muchos países se fusionaron en las nuevas naciones. El paradigma de estas integraciones fue la idea laica de república, con una apertura simultánea a las modulaciones que ese modelo francés fue adquiriendo en otras culturas europeas y en la constitución estadounidense.
Esta historia diferente y desigual de Estados Unidos y de América Latina hace que no predomine en los países latinoamericanos la tendencia a resolver los conflictos multiculturales mediante políticas de acción afirmativa. Las desigualdades en los procesos de integración nacional engendraron en América Latina fundamentalismos nacionalistas y etnicistas, que también promueven autoafirmaciones excluyentes –absolutizan un solo patrimonio cultural, que ilusamente se cree puro– para resistir la hibridación. Hay analogías entre el énfasis separatista, basado en la autoestima como clave para la reivindicación de los derechos de las minorías en Estados Unidos, y algunos movimientos indígenas y nacionalistas latinoamericanos que interpretan maniqueamente la historia colocando todas las virtudes del lado propio y atribuyendo la falta de desarrollo a los demás. Sin embargo, no fue la tendencia prevaleciente en nuestra historia política. Menos aún en este tiempo de globalización que vuelve más evidente la constitución híbrida de las identidades étnicas y nacionales, y la interdependencia asimétrica, desigual, pero insoslayable en medio de la cual deben defenderse los derechos de cada grupo. Por eso, movimientos que surgen de demandas étnicas y regionales, como el zapatismo de Chiapas, sitúan su problemática particular en un debate sobre la nación y sobre cómo reubicarla en los conflictos internacionales. O sea, en una crítica general sobre la modernidad (S. Zermeño, La sociedad derrotada. El desorden mexicano de fin de siglo, 1996). Difunden sus reivindicaciones por los medios masivos de comunicación, por internet, y disputan así esos espacios en vista de una inserción más justa en la sociedad civil.
Los estudios culturales latinoamericanos que me parecen más fecundos (por ejemplo R. Bartra, La jaula de la melancolía, 1987; B. Sarlo, Escenas de la vida posmoderna, 1994) analizan las injusticias en las políticas de representación, pero en vez de enfrentarlas mediante el separatismo de la acción afirmativa, ubican las demandas insatisfechas como parte de la necesaria reforma del Estado-nación. En tanto las reivindicaciones de los ofendidos y los estudios que las interpretan se canalizan de este modo, muestran su propósito de hacer conmensurable la heterogeneidad y volverla productiva.



¿Desde dónde hablan los estudios culturales?


Esta diferencia en los modos de concebir la multiculturalidad depende de los lugares de enunciación o los puestos de observación de los investigadores. En el pensamiento norteamericano se hallan constantes cuestionamientos a las concepciones universalistas que han contrabandeado, bajo apariencias de objetividad, las perspectivas coloniales, occidentales, masculinas, blancas y de otros sectores. Algunas de estas críticas desconstruccionistas han sido elaboradas también en las ciencias sociales y las humanidades latinoamericanas: pensadores nacionalistas, marxistas y otros asociados a la teoría de la dependencia plantearon objeciones semejantes a teorías sociales y culturales metropolitanas y utilizaron creativamente, desde la década del sesenta, las obras de Gramsci y Fanon, que en los últimos años los cultural studies estadounidenses –y algunos latinoamericanistas– proponen como novedades sin ninguna referencia a las reelaboraciones hechas en América Latina de tales autores, con objetivos análogos. En otros aspectos, como los aportes del pensamiento feminista a los estudios culturales, su desarrollo es débil en casi todos los principales especialistas latinoamericanos, aunque el diálogo más fluido con la academia anglosajona está reequilibrando un poco esta carencia (H. Buarque, "O estranho horizonte da crítica feminista no Brasil", en C. Rincón, et al. Nuevo texto crítico, N. 14-15, 1995).
No puedo extenderme aquí en una cuestión polémica y compleja, pero su importancia me anima a concluir señalándola. Después de haberse atribuido en los años sesenta y setenta poderes especiales para generar conocimientos "más verdaderos" a ciertas posiciones sociales (colonizados, subalternos, obreros y campesinos) ahora muchos pensamos que no existen tales poderes, que eran una ilusión que la historia se ha encargado de desvanecer.
En concordancia con el desplazamiento teórico sugerido antes –de la identidad a la heterogeneidad y la hibridación–, considero que el especialista en cultura gana poco estudiando el mundo desde identidades parciales (metrópolis, naciones periféricas o poscoloniales, élites, grupos subalternos, disciplinas aisladas) sino desde las intersecciones.
Adoptar el punto de vista de los oprimidos o excluidos puede servir, en la etapa de descubrimiento, para generar hipótesis o contrahipótesis, para hacer visibles campos de lo real descuidados por el conocimiento hegemónico. Pero en el momento de la justificación epistemológica conviene desplazarse entre las intersecciones, en las zonas donde las narrativas se oponen y se cruzan. Sólo en esos escenarios de tensión, encuentro y conflicto es posible pasar de las narraciones sectoriales (o francamente sectarias) a la elaboración de conocimientos capaces de deconstruir y controlar los condicionamientos de cada enunciación.
Esto implica pasar también de concebir los estudios culturales sólo como un análisis hermenéutico a un trabajo científico que combine la significación y los hechos, los discursos y sus arraigos empíricos. En suma, se trata de construir una racionalidad que pueda entender las razones de cada uno y la estructura de los conflictos y las negociaciones.
En la medida en que el especialista en estudios culturales quiere realizar un trabajo científico consistente, su objetivo final no es representar la voz de los silenciados sino entender y nombrar los lugares donde sus demandas o su vida cotidiana entran en conflicto con los otros. Las categorías de contradicción y conflicto están, por lo tanto, en el centro de esta manera de concebir los estudios culturales. Pero no para ver el mundo desde un solo lugar de la contradicción sino para comprender su estructura actual y su dinámica posible. Las utopías de cambio y justicia, en este sentido, pueden articularse con el proyecto de los estudios culturales, no como prescripción del modo en que deben seleccionarse y organizarse los datos sino como estímulo para indagar bajo qué condiciones (reales) lo real pueda dejar de ser la repetición de la desigualdad y la discriminación, para convertirse en escena del reconocimiento de los otros. Retomo aquí una propuesta de Paul Ricoeur cuando, en su crítica al multiculturalismo norteamericano, sugiere pasar del énfasis sobre la identidad a una política de reconocimiento. "En la noción de identidad hay solamente la idea de lo mismo, en tanto reconocimiento es un concepto que integra directamente la alteridad, que permite una dialéctica de lo mismo y de lo otro. La reivindicación de la identidad tiene siempre algo de violento respecto del otro. Al contrario, la búsqueda del reconocimiento implica la reciprocidad" (P. Ricoeur, La critique et la conviction: entretien avec F. Azouvi et M. Launay, 1995).
Aun para producir bloques históricos que promuevan políticas contrahegemónicas (J. Beverly, op. cit.) –interés que comparto– es conveniente distinguir entre conocimiento, acción y actuación; o sea, entre ciencia, política y teatro. Un conocimiento descentrado de la propia perspectiva, que no quede subordinado a las posibilidades de actuar transformadoramente o de dramatizar la propia posición en los conflictos, puede ayudar a comprender mejor las múltiples perspectivas en cuya interacción se forma cada estructura intercultural. Los estudios culturales, entendidos como estudios científicos, pueden ser ese modo de renunciar a la parcialidad del propio punto de vista para reivindicarlo como sujeto no delirante de la acción política.

Néstor García Canclini,"El malestar en los estudios culturales", Fractal n° 6, julio-septiembre, 1997, año 2, volumen II, pp. 45-60.



Sobremodernidad.
Del mundo de hoy al mundo de mañana.
Marc Augé
Partiremos, si les parece bien, de la constatación de dos paradojas.
La primera nos concierne a todos. Continuamente escuchamos hablar de globalización, de uniformización, hasta de homogeneización; y de hecho la interdependencia de los mercados, la rapidez, cada día más acelerada, de los medios de transporte, la inmediatez de las comunicaciones por teléfono, fax, correo electrónico, la velocidad de la información y también en el ámbito cultural, la omnipresencia de las mismas imágenes, o, en el ámbito ecológico, la llamada de atención sobre el alza de la temperatura de la tierra o la capa de ozono, nos pueden dar la impresión de que el planeta se ha vuelto nuestro punto de referencia en común.Esta planetarización puede, según los ámbitos que afecte y la opinión de los observadores, parecer como algo bueno, un mal menor o un horror, pero es, de to-dos modos, un hecho. Por un lado, sin embargo, vemos multiplicarse las reivindicaciones de identidad local con formas y a escalas muy diferentes entre unas y otras: el más pequeño de nuestros pueblos ilumina su iglesia del siglo XVI y exalta sus especialidades (Thiers, capital de la cuchillería, Janzé, cuna del pollo de gran-ja); o bien los idiomas regionales recobran su importancia. En Europa y en otras partes del mundo los nacionalismos renacen o se vuelven a inventar. Los resurgimientos religiosos se fundan en un pasado recuperado o reconstruido (la religión maya, el movimiento de la mexicanidad en América Central, el neochamanismo en Corea del Sur). Los integrismos se generan, con más o menor vigor, en el seno de religiones basadas en textos sagrados. Estas reivindicaciones de singularidad a me-nudo están en relación (en relación antagonista) con la mundialización del mercado y tal vez asistimos hoy en día, en Rusia, en América Latina o en Asia, a fenómenos que no son signos exclusivos de lógicas monetarias, bursátiles o incluso económicas. Aquí, otra vez, las opiniones pueden diferir, pero para el conjunto, cada uno puede constatar felizmente que el mundo no está definitivamente bajo el signo de la uniformidad y a la vez inquietarse ante los desórdenes y las violencias que genera la locura identitaria.La segunda paradoja me resulta más personal. O más bien tiene que ver con la disciplina a la cual pertenezco. Los etnólogos son por tradición especialistas en sociedades lejanas y exóticas para la mirada occidental, o especialistas en los sectores más arcaicos de las sociedades modernas. Entonces pues, legítimamente nos podemos preguntar si están mejor situados para estudiar las complejidades del mundo actual, si su terreno de investigación no se está reduciendo, desapareciendo. No lo creo; creo incluso lo contrario. Y es quizá al justificar esta afirmación paradójica que podré contribuir a explicitar la gran paradoja, la que nos concierne a todos, la paradoja del mundo contemporáneo, a la vez unificado y dividido, uni-formizado y diverso, ala vez (ya volveré a estos términos) desencantado y reencantado.Mi argumento principal será que los cambios acelerados del mundo actual (pero también sus lentitudes y sus cargas) constituyen un desafío para el enfoque etnológico, pero un desafío que no lo toma del todo de improviso, por razones que quisiera señalar brevemente antes de llegar al tema principal del debate. El método etnológico no tiene como objetivo final el individuo (como el de los psicólogos), ni de la colectividad (como el de los sociólogos), pero sí la relación que permite pasar del uno al otro. Las relaciones (relaciones de parentesco, relaciones económicas, relaciones de poder) deben ser, en un conjunto cultural dado, concebibles y gestionables. Concebibles ya que tienen una cierta evidencia a los ojos de los que se reconocen en una misma colectividad; en este sentido son simbólicas (se dice por ejemplo que la bandera simboliza la patria, pero la simboliza sólo si un cierto nú-mero de individuos se reconocen en ella o a través de ella, si reconocen en ella el nexo que los une: es ese nexo lo que es simbólico). Gestionables porque toman cuerpo en instituciones que las ejecutan (la familia, el Estado, la Iglesia y muchas otras a distintas escalas).La observación antropológica siempre está contextualizada. La observación y el estudio de un grupo sólo tienen sentido en un contexto dado y además se puede comentar la pertinencia de tal o tal contexto: jefatura, reino, etnia, área cultural, red de intercambios económicos, etcétera. Ahora bien, hoy en día, incluso en los grupos más aislados, el contexto, a fin de cuentas, siempre es planetario. Ese contexto está presente en la conciencia de todos, interfiere desigual pero en todas partes de manera sensible con las configuraciones locales, lo cual modifica las condiciones de observación.Es al análisis de este cambio al cual les invito ahora. Lo podemos localizar, me parece, a partir de tres movimientos complementarios:
·
El paso de la modernidad a lo que llamaré la sobremodernidad.·
El paso de los lugares a lo que llamaré los no-lugares.·
El paso de lo real a lo virtual.
Estos tres movimientos no son, propiamente dicho, distintos unos de los otros. Pero privilegian puntos de vistas diferentes; el primero pone énfasis en el tiempo, el segundo en el espacio y el tercero en la imagen. Baudelaire, al principio de sus Tableaux parisiens [Retratos parisinos] evoca París como un ejemplo de ciudad moderna. El poeta, acodado a su ventana mira
"...el taller que canta y que charla;Los tubos, los campanarios, estos mástiles de la ciudad,Y los grandes cielos que hacen soñar con la eternidad."
Los tubos son las chimeneas de las fábricas.
Jean Starobinski hizo notar que es esta acumulación, la adición de las distintas temporalidades lo que configura a la modernidad del lugar. Este ideal de acu-mulación corresponde a un cierto deseo de escribir o de leer el tiempo en el espacio: el tiempo pasado que no borra del todo el tiempo presente, y el tiempo futuro que ya se perfila. Benjamín, lo sabemos, veía en la arquitectura de los pasajes parisinos, una prefiguración de la ciudad del siglo XX. En resumen, por acumulación, esa imagen del espacio corresponde a una progresión, a una imagen del tiempo como progreso.Max Weber, para evocar la modernidad, hablará del desencanto del mundo. La modernidad en términos de desencanto puede definirse por tres características: la desaparición de los mitos de origen, de los mitos de fundación, de todos los sistemas de creencia que buscan el sentido del presente de la sociedad en su pasado; la desaparición de todas las representaciones y creencias que, vinculadas a esta pre-sencia [prégnance] del pasado, hacían depender la existencia e incluso la definición del individuo de su entorno; el hombre del Siglo de las Luces es el individuo dueño de sí mismo, a quien la Razón corta sus lazos supersticiosos con los dioses, con el terruño, con su familia, es el individuo que afronta el porvenir y se niega a interpretar el presente en términos de magia y de brujería. Pero la modernidad es también la aparición de nuevos mitos que no son más, esta vez, mitos del pasado pero si mitos del futuro, escatológicos, utopías sociales que traen del porvenir (la sociedad sin clase, un futuro prometedor) el sentido del presente. Este movimiento de substitución de los mitos del pasado por los del futuro está analizado minuciosa-mente por Vincent Descombes en su libro Philosophie par gros temps (1984).He aquí el progreso tal y como se concebía, digamos, hasta los años cincuenta, concepción evidentemente sostenida por las conquistas de la ciencia y de la técnica y, en el mundo accidental, por la certeza que con el final de la segunda guerra mundial las fuerzas del bien habían vencido definitivamente a las fuerzas del mal.Pero esta idea de progreso, directamente surgida de los siglos XVIII y XIX, se va descomponiendo en la segunda mitad del siglo XX. Las evidencias de la historia y las desilusiones de la actualidad llegarán a lo que podríamos llamar un se-gundo desencanto del mundo, que se manifiesta en tres versiones a la vez contrastadas y complementarias.En la primera versión, constatamos que los mitos del futuro, ellos también, eran ilusiones. El fracaso político, económico y moral de los países comunistas autoriza una lectura retrospectiva y pesimista de la historia del siglo y desacredita a las teorías que pretenden extrapolar el futuro. El filósofo Jean-Francois Lyotard se refirió al tema como el "fin de los grandes relatos".La segunda versión es más triunfalista. Corresponde al primer término de la paradoja que evocaba al principio. Es el tema de la "aldea global", según el término de Macluhan, una aldea global atravesada por una misma red económica en donde se habla el mismo idioma, el inglés, y dentro de la cual la gente se comunica fácilmente gracias al desarrollo de la tecnología. Más recientemente, este tema consi-guió una traducción política con la noción de "fin de la historia" desarrollada por el americano Fukuyama. Este no sostiene, evidentemente, que la historia de eventos esté acabada, ni que todos los países hayan llegado al mismo estado de desarrollo, sino que afirma que el acuerdo es general en cuanto a la fórmula que asocia la economía de mercado y la democracia representativa para un mayor bienestar de la humanidad. Esta combinación es presentada en cierto modo como indiscutible, y si marca el fin de la historia, para Fukuyama, es porque él identifica la historia con lo que tradicionalmente se denomina la historia de las ideas.Sin discutir la filosofía que sostiene esta teoría, podemos no obstante cons-tatar que desde su primera formulación, condenaba a pensar la historia actual de una gran parte del planeta como signos de excepción o de retraso. En el plano cul-tural, los antropólogos americanos de la corriente postmodernista hicieron observar a contrario que hoy en día asistimos a una multiplicidad de reivindicaciones culturales singulares, al despliegue de un verdadero patchwork mundial en el que cada pedazo está ocupado por una etnia o un grupo específico. Y de hecho, en el continente americano, para hacer solamente referencia a éste, las reivindicaciones de las poblaciones amerindias, a menudo en un gran estado de pobreza, pasan por la afir-mación de su propia cultura y de su propia historia, incluso en el caso de Chiapas y de muchas otras regiones de América Central y del Sur, cuando recurren, episódi-camente o de manera continuada, a la violencia armada.La antropología llamada postmodernista propone una ideología de la frag-mentación (el mundo es diverso y no hay más que decir). Sin duda infravalora los estereotipos que relativizan la originalidad de las reivindicaciones culturales parti-culares y su integración en el sistema de la comunidad mundial (Chiapas es conocida hoy en día por la opinión pública mundial ya que su animador, el subcoman-dante Marcos, domina la utilización de los medios de comunicación y del cyberes-pacio). La antropología postmoderna tiene por lo menos el mérito de mostrar, en el ámbito cultural, los límites de las teorías de la uniformización. Pero al quedarse sólo en el plano cultural, tal vez indebidamente separada del resto, descuida todas las manipulaciones políticas, todas las violencias integristas u otras que constituyen a su manera un rechazo a la aldea global liberal, y, además, también proclama un cierto final de la historia: el fin, por la fragmentación dentro de la polifonía cultural, del movimiento que daba un sentido, una dirección, a esta historia.Los teóricos de la uniformización, como los de la polifonía postmoderna, toman nota de hechos reales pero hacen mal, me parece, en inscribir sus análisis bajo el signo del fin o de la muerte ¾fin de la historia, para unos, fin de la modernidad, para otros, fin de las ideologías para todos.Tal vez sea al revés, y hoy en día suframos de un exceso de modernidad; más exactamente, y al hacer abstracción de todo juicio de valor, quizá podamos ser inducidos a pensar que la paradoja del mundo contemporáneo es signo no de un fin o de una difuminación, pero sí de una multiplicación y de una aceleración de los factores constitutivos de la modernidad, de una sobredeterminación en el sentido de Freud, y después de él de Althusser, término que utilizaron para designar los efectos imprevisibles y difíciles de analizar de una superabundancia de causas.
La noción de sobremodernidad
Neologismo por neologismo, les propondré por mi parte el término de sobremodernidad para intentar pensar conjuntamente los dos términos de nuestra paradoja inicial, la coexistencia de las corrientes de uniformización y de los particularismos. La situación sobremoderna amplía y diversifica el movimiento de la modernidad; es signo de una lógica del exceso y, por mi parte, estaría tentado a mesurarla a partir de tres excesos: el exceso de información, el exceso de imágenes y el exceso de individualismo, por lo demás, cada uno de estos excesos está vinculado a los otros dos.El exceso de información nos da la sensación de que la historia se acelera. Cada día somos informados de lo que pasa en los cuatro rincones del mundo. Naturalmente esta información siempre es parcial y quizá tendenciosa: pero, junto a la evidencia de que un acontecimiento lejano puede tener consecuencias para nosotros, nos refuerza cada día el sentimiento de estar dentro de la historia, o más exactamente, de tenerla pisándonos los talones, para volver a ser alcanzados por ella durante el noticiero de las ocho o durante las noticias de la mañana.El corolario a esta superabundancia de información es evidentemente nuestra capacidad de olvidar, necesaria sin duda para nuestra salud y para evitar los efectos de saturación que hasta los ordenadores conocen, pero que da como resultado un ritmo sincopado a la historia. Tal acontecimiento que había llamado nuestra atención durante algunos días, desaparece de repente de nuestras pantallas, luego de nuestras memorias, hasta el día que resurge de golpe por razones que se nos esca-pan un poco y que se nos exponen rápidamente. Un cierto número de acontecimientos tiene así una existencia eclíptica ,olvidados, familiares y sorprendentes a la vez, tal como la guerra del Golfo, la crisis irlandesa, los atentados en el país vasco o las matanzas en Argelia. No sabemos muy bien por donde vamos, pero vamos y cada vez más rápido.La velocidad de los medios de transporte y el desarrollo de las tecnologías de comunicación nos dan la sensación que el planeta se encoge. La aparición del cyberespacio marca la prioridad del tiempo sobre el espacio. Estamos en la edad de la inmediatez y de lo instantáneo. La comunicación se produce a la velocidad de la luz. Así, pues, nuestro dominio del tiempo reduce nuestro espacio. Nuestro "pequeño mundo" basta apenas para la expansión de las grandes empresas económicas, y el planeta se convierte de forma relativamente natural en un desafío de todos los intentos "imperiales".El urbanista y filósofo Paul Virilio, en muchos de sus libros, se preocupó por las amenazas que podían pesar sobre la democracia, en razón de la ubicuidad y la instantaneidad con las que se caracteriza el cyberespacio. Él sugiere que algunas grandes ciudades internacionales, algunas grandes empresas interconectadas, dentro de poco, podrán decidir el porvenir del mundo. Sin necesariamente llevar tan lejos el pesimismo, podemos ser sensibles al hecho de que en el ámbito político también los episodios locales son presentados cada vez más como asuntos "internos", que eventualmente competen al "derecho de injerencia". Queda claro que el estrecha-miento del planeta (consecuencia del desarrollo de los medios de transporte, de las comunicaciones y de la industria espacial) hace cada día más creíble (y a los ojos de los más poderosos más seductora) la idea de un gobierno mundial. El Mundo Diplomático del mes pasado comentaba, bajo la pluma, por cierto muy crítica de un profesor americano de la universidad de San Diego, las perspectivas para el siglo que viene trazadas por David Rothkopf, director del gabinete de consultorías de Henri Kissinger. Las palabras de David Rothkopf en el diario Foreign Policy hablan por sí mismas:"Compete al interés económico y político de los Estado Unidos el vigilar que si el mundo opta por un idioma único, éste sea el inglés; que si se orienta hacía normas comunes tratándose de comunicación, de seguridad o de calidad, sean bajo las normas americanas; que si las distintas partes se unen a través de la televisión, la radio y la música, sean con programas americanos; y que, si se elaboran valores comunes, estos sean valores en los cuales los americanos se reconozcan".En realidad, no hay aquí nada de extraordinario ya que las tentaciones imperiales no fechan de hoy ni incluso de ayer, pero el hecho notable es que el dominio imaginado ahora es planetario y que los medios de comunicación constituyen su arma principal.Ahora bien, el tercer término por el cual podríamos definir la sobremoderni-dad consiste en la individualización pasiva, muy distinta del individualismo con-quistador del ideal moderno: una individualización de consumidores cuya aparición tiene que ver sin ninguna duda con el desarrollo de los medios de comunicación. Durkheim, a principios de este siglo, lamentaba ya la debilitación de lo que llamaba los "cuerpos intermediarios": englobaba bajo este término las instituciones mediadoras y creadoras de lo que llamaríamos hoy en día el "nexo social", tales como la escuela, los sindicatos, la familia, etcétera. Una observación del mismo tipo podría ser formulada con más insistencia hoy, pero sin duda podríamos precisar que son los medios de comunicación los que sustituyen a las mediaciones institucionales.La relación con los medios de comunicación puede generar una forma de pasividad en la medida en que expone cotidianamente a los individuos al espectáculo de una actualidad que se les escapa; una forma de soledad en la medida en que los invita a la navegación solitaria y en la cual toda telecomunicación abstrae la relación con el otro, sustituyendo con el sonido o la imagen, el cuerpo a cuerpo y el cara a cara; en fin, una forma de ilusión en la medida que deja al criterio de cada uno el elaborar puntos de vista, opiniones en general bastante inducidas, pero percibidas como personales.Por supuesto, no estoy describiendo aquí una fatalidad, una regla ineluctable, pero sí un conjunto de riesgos, de tentaciones e incluso de tendencias. Tiempo atrás, la prensa escribió sobre una parte de la juventud japonesa, la cual, a través de los medios de comunicación, llegaba hasta el aislamiento absoluto. Despolitizados, poco informados sobre la historia del Japón, naturalmente opuestos a la bomba atómica y tentados a huir en el mundo virtual, los otaku (es así como los llaman) se quedan en su casa entre su televisor, sus vídeos y sus ordenadores, dedicándose a una pasión monomaníaca con un fondo de música incesante. Un informe americano muy fundamentado dio a conocer recientemente el sentimiento de soledad que invade a la mayoría de los internautas.En cuanto a la individualización de los destinos o de los itinerarios, y a la ilusión de libre elección individual que a veces la acompaña, éstas se desarrollan a partir del momento en el que se debilitan las cosmologías, las ideologías y las obli-gaciones intelectuales con las que están vinculadas: el mercado ideológico se equi-para entonces a un selfservice, en el cual cada individuo puede aprovisionarse con piezas sueltas para ensamblar su propia cosmología y tener la sensación de pensar por sí mismo.Pasividad, soledad e individualización se vuelven a encontrar también en la expansión que conocen ciertos movimientos religiosos que supuestamente desarrollan la meditación individual; o incluso en ciertos movimientos sectarios. Significativamente, me parece, las sectas pueden definirse por su doble fracaso de socialización: en ruptura con la sociedad dentro de la cual se encuentran (lo que basta para distinguirlas de otros movimientos religiosos), fracasan también a la hora de crear una socialización interna, ya que la adhesión fascinada por un gurú la reemplaza y se revela a menudo incapaz de asegurar de forma duradera en la reunión de algunos individuos ¾o más bien la agregación que toma la apariencia de reunión, un mínimum de cohesión. El suicidio colectivo, desde esta perspectiva, es una salida pre-visible: el individuo que rechaza el nexo social, la relación con el otro, ya está simbólicamente muerto.
Los no-lugares
Paso ahora al segundo movimiento anunciado, paralelo al primero, el paso de los lugares a los no-lugares.Para la antropología, el lugar es un espacio fuertemente simbolizado, es decir, que es un espacio en el cual podemos leer en parte o en su totalidad la identidad de los que lo ocupan, las relaciones que mantienen y la historia que comparten. Tenemos todos una idea, una intuición o un recuerdo del lugar entendido de esta manera. Es, por ejemplo, el recuerdo del pueblo familiar donde pasábamos las vaca-ciones o también un recuerdo literario. Pienso en Combray (Combray-Iliers) de Proust y en el conocimiento que Francoise, la sirvienta de la familia del narrador, tiene de todos sus habitantes: después de una minuciosa observación de los espa-cios prácticamente asignados a cada uno en el espacio aldeano, y hasta en la iglesia, ella le da un sentido al más ínfimo desplazamiento de cualquiera. El lugar, en este sentido, para usar una expresión del filósofo Vincente Descombes en su libro sobre Proust, es también un "territorio retórico", es decir, un espacio en donde cada uno se reconoce en el idioma del otro, y hasta en los silencios: en donde nos entendemos con medias palabras. Es, en resumen, un universo de reconocimiento, donde cada uno conoce su sitio y el de los otros, un conjunto de puntos de referencias espaciales, sociales e históricos: todos los que se reconocen en ellos tienen algo en común, comparten algo, independientemente de la desigualdad de sus respectivas situaciones. La vida, la vida individual, no es necesariamente fácil en un lugar tal; tiene sentido pero carece de libertad, y por eso se concibe que en distintos países y en distintas épocas el paso de la aldea a la ciudad haya podido ser vivido como una liberación.Los antropólogos estudiaron tales lugares. "Desde la aparición del lenguaje, escribió L.S., hizo falta que el universo significara". Hizo falta, en otros términos, reconocerse en el universo antes de conocer algo, ordenar y simbolizar el espacio y el tiempo para dominar las relaciones humanas. Entre paréntesis, y a pesar de los progresos fantásticos de la ciencia, este diálogo entre sentido y conocimiento, entre simbolismo y saber no está a punto de desaparecer, ya que las relaciones entre hu-manos no pueden depender enteramente de la ciencia o del saber. Así, pues, los antropólogos estudiaron, en las sociedades que llamamos tradicionales, cómo la iden-tidad, las relaciones sociales y la historia se inscribían en el espacio.En África, como en Asia, en Oceanía o en América, ni la distribución de las aldeas ni las pautas de residencia, ni tampoco las fronteras entre lo profano y lo sagrado están dejadas al azar. No nacemos dondequiera, no vivimos en cualquier lugar (y hemos inventado palabras sabias para referirnos a la residencia en casa del padre, de la madre, del tío, del marido o de la mujer: patrilocalidad, matrilocalidad, avuncolocalidad, virilocalidad o uxorilocalidad). Incluso las poblaciones nómadas tienen una relación muy codificada con el espacio. Así, los Tuaregs no sólo tienen, naturalmente, itinerarios fijos y señalizados sino que también, en cada una de sus paradas, las tiendas de campaña son distribuidas en un orden determinado. Esta preocupación por dar sentido al espacio en términos sociales puede también aplicarse a la casa. Jean-Pierre Vernant nos ha recordado que los griegos de la época clásica distinguían el hogar, centro de la morada y asiento femenino de Hestía, del umbral espacio de Hermes, zona masculina y abierta al exterior. El cuerpo mismo en algunas culturas está considerado como un receptáculo de ciertas presencias an-cestrales y se divide (es el caso en ciertas culturas del Sur de Togo y de Benin) en zonas, objeto de curas especiales o de ofrendas específicas.Así, al definir el lugar como un espacio en donde se pueden leer la identidad, la relación y la historia, propuse llamar no-lugares a los espacios donde esta lectura no era posible. Estos espacios, cada día más numerosos, son:· Los espacios de circulación: autopistas, áreas de servicios en las gasolineras, aeropuertos, vías aéreas...· Los espacios de consumo: super e hypermercados, cadenas hoteleras· Los espacios de la comunicación: pantallas, cables, ondas con apariencia a veces inmateriales.Podemos pensar, por lo menos en un primer nivel de análisis, que estos nuevos espacios no son lugares donde se inscriben relaciones sociales duraderas. Sería, por ejemplo, muy difícil hacer un análisis en términos durkheimianos de una sala de espera de Roissy: salvo excepción, por suerte siempre posible, los individuos se mueven sin relacionarse, ni negociar nada, pero obedecen a un cierto número de pautas y de códigos que les permiten guiarse, cada uno por su lado. En la autopista, sólo veo del que me adelanta un perfil impasible, una mirada paralela, y luego cuando lo tengo delante el pequeño intermitente rojo que encendió casi sin pensarlo.Estos no-lugares se yuxtaponen, se encajan y por eso tienden a parecerse: los aeropuertos se parecen a los supermercados, miramos la televisión en los aviones, escuchamos las noticias llenando el depósito de nuestro coche en las gasolineras que se parecen, cada vez más, también a los supermercados. Mi tarjeta de crédito me proporciona puntos que puedo convertir en billetes de avión, etcétera. En la so-ledad de los no-lugares puedo sentirme un instante liberado del peso de las relaciones, en el caso de haber olvidado el teléfono móvil. Este paréntesis tiene un per-fume de inocencia (en francés se puede jugar con la palabra "no-lugares"), pero no nos imaginamos que pueda prolongarse más allá de unas horas. La versión negra de los no-lugares serían los espacios de tránsito donde nos eternizamos, los campos de refugiados, todos estos campos de fortuna que reciben una asistencia humanitaria, y donde los lugares intentan recomponerse.Los no-lugares, entonces, tienen una existencia empírica y algunos geógrafos, demógrafos, urbanistas o arquitectos describen la extensión urbana actual co-mo suscitando espacios que, si se retiene la definición que propuse, son verdaderos no-lugares. Hervé Le Bras, en su libro La planète au village [El planeta en la aldea], destaca que vivimos una era de extensión urbana tan desarrollada que hace estallar los límites de la antigua ciudad: un tejido más o menos desorganizado se despliega a lo largo de las vías de comunicación, de los ríos y de las costas. Habla en este contexto de "filamentos urbanos" y toma como ejemplo a la red urbana que se extiende sin interrupción de Manchester a la llanura del Pô, y a la cual los geó-grafos dieron el nombre de "banana azul" para describir la dispersión tan peculiar que se ve en las fotografías tomadas de noche por los satélites. Augustin Berque, en su libro Du geste à la cité [Del gesto a la ciudad], demostró como la ciudad de To-kio perdió su inscripción en el paisaje mientras desaparecían también sus lugares de sociabilidad interna. Hasta hace poco, uno de los elementos del gran paisaje (el Monte Fuji o el mar) se percibía siempre desde cualquier calle. Pero la construc-ción de grandes edificios suprimió estos puntos de vista. Por otro lado, las últimas callejuelas o callejones sin salida que creaban lugares de encuentro, de intercambio y de charlas, alrededor de los talleres y de los colmados, desaparecían bajo el efecto de la misma transformación.El arquitecto Rem Koolhass propuso la expresión de "ciudad genérica" para designar el modelo uniforme de las ciudades que se encuentran hoy en día por do-quier en el planeta. La ciudad genérica, escribe él, "es lo que queda una vez que unos vastos lienzos de vida urbana hayan pasado por el cyberespacio. Un lugar donde las sensaciones fuertes están embotadas y difusas, las emociones enrareci-das, un lugar discreto y misterioso como un vasto espacio iluminado por una lám-para de cabecera". Y añade: "...el aeropuerto es hoy día uno de los elementos que caracteriza más distintivamente a la Ciudad Genérica [...] Es, por otra parte, un im-perativo, ya que el aeropuerto es más o menos todo lo que un individuo medio tienen la oportunidad de conocer de la mayoría de las ciudades [...] el aeropuerto es un condensado a la vez de lo hiperlocal y de lo hipermundial: hipermundial porque propone mercancías que ni se encuentran en la ciudad, hiperlocal porque en él se proporcionan productos que no existen en ninguna otra parte".Es necesario aclarar que la oposición entre lugares y no-lugares es relativa. Varía según los momentos, las funciones y los usos. Según los momentos: un esta-dio, un monumento histórico, un parque, ciertos barrios de París no tienen ni el mismo cariz, ni el mismo significado de día o de noche, en las horas de apertura y cuando están casi desiertos. Es obvio. Pero observamos también que los espacios construidos con una finalidad concreta pueden ver sus funciones cambiadas o adaptadas. Algunos grandes centros comerciales de las periferias urbanas, por ejemplo, se han convertido en puntos de encuentro para los jóvenes que han sido atraídos, sin duda, por los tipos de productos que se pueden ver (televisión, ordena-dores, etcétera, que son el medio de acceso actual al vasto mundo); pero, más aún, empujados por la fuerza de la costumbre y la necesidad de volver a encontrase en un lugar en donde se reconocen. Finalmente, está claro que es también el uso lo que hace el lugar o el no-lugar: el viajero de paso no tiene la misma relación con el es-pacio del aeropuerto que el empleado que trabaja allí cada día, que encuentra a sus colegas y pasa en él una parte importante de su vida.La definición del espacio está, en consecuencia, en función de los que viven en él. En una tesis que dio lugar a un libro, Coeur de Banlieue [Corazón de suburbio], uno de mis antiguos estudiantes describió cómo en Courneuve, en la ciudad de los 4000, los más jóvenes (entre 10 y 16 años) constituían bandas que se apropia-ban del territorio de su ciudad, lo defendían eventualmente contra otras bandas y hacían cumplir a los nuevos miembros unos ritos iniciáticos que siempre estaban relacionados con el dominio lúdico y simbólico del lugar. En este caso deberíamos hablar, más bien, de superlocalización. En la televisión, en directo, hasta vimos a adultos llorar delante del espectáculo del derrumbamiento de las "barras" (grandes edificios de los suburbios), en las cuales habían vivido. Si bien estos grandes gru-pos de vivienda podían parecer deplorables a los observadores foráneos, para otros habían sido, mal que bien, un lugar de vida.La superlocalización puede ser vinculada a fenómenos de exclusión o de marginación. Sabemos que los jóvenes de los suburbios "se precipitan" sobre París el sábado por la noche, y más precisamente a ciertos barrios ¾la Bastille, le Forum des Halles, Les Champs Elysées, que, sin duda, les parecen condensar la quintaesencia del "espectáculo" urbano y donde tienen la oportunidad de ver, y eventualmente, de experimentar los aparatos que dan acceso al mundo de la información y de la imagen. Tal vez vamos hoy en día a ver de los escaparates de las tiendas de televisores y de ordenadores como íbamos antes, en mi pueblo bretón, a la orilla del mar para soñar con partidas y viajes. El "fuera del lugar" de una ciudad, la capital, de la cual sólo son captados por definición sus reflejos, sería la contra-partida del "super-lugar" de la metrópoli.Al hablar del espacio estamos naturalmente inducidos a hablar de la mirada, no sin identificar, a este respecto, un peligro, un riesgo. Toda superlocalización conlleva el peligro de ignorar a los otros, los del exterior inmediato, de desimbolizar, en este sentido, la relación social, y, más aún, de obviarla por tener sólo acceso, a través de las imágenes, aun mundo soñado o fantaseado. Lejos de reservar este riesgo sólo a nuestros suburbios, pienso que es el riesgo de todos en distintos gra-dos. Pero la aparición en algunos continentes de barrios privados, hasta ciudades privadas, y en todas las grandes ciudades del mundo de edificios superprotegidos con sus puentes levadizos electrónicos, demuestra que para muchos, lo que llama-mos la planetarización, corresponde a un intento contradictorio, y en ciertos aspec-tos un poco irrisorio, de conciliar el repliegue del cuerpo al abrigo de fronteras estrechas y el vagabundeo de la mirada a través de las imágenes del mundo o el mun-do de las imágenes: ¿no es, después de todo, la actitud del que se duerme en el hue-co de su cama para soñar con lo vivido el día anterior?
De lo real a lo virtual
Alcanzamos aquí, me parece, el punto central de nuestro tema. Más allá de nuestros interrogantes en cuanto a las mutaciones del tiempo y del espacio, se trata de la re-lación que mantenemos con lo real, concebido él mismo como problemático, ya que nos atrevemos a hablar del paso de lo real a lo virtual.En primer lugar dos precisiones:El término "virtual" se utiliza hoy en día de manera poco clara. Las imágenes llamadas virtuales no lo son en calidad de imágenes. Por esta razón, son eminentemente actuales, y algunas realidades que representan son, además, también actuales. Al contrario, todas las ficciones a las cuales dan forma, todos los "mundos" que representan (como en los video-juegos) no son forzosamente "virtuales" si no tienen ninguna oportunidad, ninguna posibilidad de hacerse "actuales" o de realizarse, mientras no sean realidades "en potencia" (pensamos aquí en la definición del Li-ttré. Virtual: "Que resulta sólo en potencia y sin efecto actual"). En cambio, lo que es virtual, y podría ser una amenaza, es el efecto de la fascinación absoluta, de devolución reciproca de la imagen a la mirada y de la mirada a la imagen que el desa-rrollo de las tecnologías de la imagen puede generar.En este punto, una segunda precisión tal vez sea necesaria. No tengo ninguna intención de disertar contra la imagen y las tecnologías de la comunicación (esto no tendría sentido). Subrayar los peligros que comportan la alienación progresiva a una tecnología, las confusiones inducidas por el peso de la pereza y de la costumbre, intentar reconocer la fuerza y los efectos de la ilusión, es más bien recordar que la imagen, por más sofisticada que pueda ser, sólo es una imagen, es decir, un me-dio de ilustración, a veces de exploración, a menudo de comunicación o también de distracción. Marx decía que las relaciones con la naturaleza correspondían en última instancia a relaciones entre los hombres; podríamos más evidentemente, y con más razón, decir lo mismo de las relaciones con las imágenes.Quisiera entonces enumerar rápidamente todas las ambigüedades de nuestra relación con la imagen antes de sugerir en qué condiciones puede no ser un obstá-culo a la libre construcción de nuestras identidades individuales y colectivas. Por-que es aquí, creo yo, donde radica el desafío esencial de nuestro futuro.La imagen recibida o percibida, sobretodo la que difunden nuestros televiso-res, tiene varias características.·Iguala acontecimientos: millones de muertos en Afganistán; nuevo fracaso del París Saint-Germain.·Iguala personas: las figuras de la política, las estrellas del espectáculo, del deporte y de la televisión misma, pero también las muñecas y otros títeres que se pegan a la piel de los que caricaturizan, o incluso los personajes ficticios de algunos culebrones que nos parecen más reales que los actores. Esta igualación no es ino-cente en la medida que dibuja los contornos de un nuevo Olimpo, cercano pero inaccesible como un espejismo del que reconocemos los héroes y los dioses sin realmente conocerlos.·Hace incierta la distinción entre lo real y la ficción. Los acontecimientos están concebidos y escenificados para ser vistos en la televisión. Lo que veíamos de la guerra del Golfo tenía la apariencia de un video juego. El desembarco a Somalia se hizo a la hora anunciada, como cualquier otro espectáculo, delante de centenares de periodistas. Si la vida política internacional, hoy día, a menudo tiene aspectos de "culebrón" es sin duda, ante todo, porque debe ser llevada a la pantalla, por múlti-ples razones, en las cuales intervienen tanto los cálculos tácticos de los actores co-mo las expectativas o costumbres de los espectadores.Las mediaciones políticas están sometidas así al ejercicio mediático. Algunos ven en la televisión de hoy el equivalente del ágora griega, pero quizá infravaloran la pasividad que conlleva la definición del ciudadano como espectador.Otro efecto deletéreo de la poderosa presencia [prégnance] de la imagen, bien podría ser equiparado con lo que, a propósito de otras drogas livianas, llama-mos adicción. La adicción a la imagen aísla al individuo y le propone simulacros del prójimo. Más estoy en la imagen, menos invierto en la actividad de negociación con el prójimo que es en la reciprocidad, constitutiva de mi identidad. La relación simbólica de la que hablaba al principio, y que en todas las sociedades es a la vez objeto y desafío de la actividad ritual, implica esta doble actividad de reconoci-miento del prójimo y de la reconstrucción de sí mismo. Las imágenes, en esta actividad eminentemente social, pueden tener un papel decisivo, un papel mediador, por eso se utilizaron en las empresas de conquista y de colonización cuya historia nos proporciona muchos ejemplos. Así las órdenes mendicantes, y luego los jesuitas, para convertir a los indios de México empezaron a sustituir sus imágenes, las de una tradición azteca muy rica en este ámbito, por las del barroco cristiano y castellano. Esta "guerra de imágenes", para tomar el ti-tulo del libro del especialista en historia de México Serge Gruzinski, duró siglos, y aún hoy en día no está del todo acabada cuando desde hace algunos años el evan-gelismo protestante de origen norteamericano empieza, no sin éxito, a erradicar to-da referencia a las imágenes católicas o paganas, y conduce, con menos ruido, a una nueva guerra de religión que se extiende a todos los continentes, sobretodo con pantallas superpuestas, porque, si bien denuncian la imaginería católica o los fetiches paganos, los evangelistas no odian ni el espectáculo, ni la pantalla.El hecho nuevo hoy en día, y aquí radica el problema, es que a menudo la imagen ya no representa un papel de mediación con el otro, pero sí se identifica con él. La pantalla no es un mediador entre yo y los que me presenta. No crea reci-procidad entre ellos y yo. Los veo pero ellos no me ven. Esta mediación naturalmente puede existir en otra parte; puedo tener un nexo familiar, político, amistoso o intelectual con los que veo en la pantalla. La molestia empieza cuando el simulacro se instala, cuando la ficción hace las veces de real, cuando todo pasa como si no hubiera otra realidad que la de la imagen.Ahora bien, este fenómeno de sustitución de la realidad por la imagen, que inicialmente suponía representar o ilustrarla, es muy generalizado hoy en día, y to-maré, para acabar, un ejemplo de ello que no es directamente o estrictamente ni político ni mediático. El mundo es recorrido hoy en día por flujos de población que esencialmente van en sentidos contrarios: los inmigrantes a los que sus dificultades económicas precipitan hacía un mundo occidental, que tienden a mitificar; los turistas, con el ojo pegado a sus cámaras y encandilados, recorren los países que a menudo son aquellos de donde parten los inmigrantes. No es cierto que, recorrien-do el mundo, fotografiándolo y filmándolo, no encontremos esencialmente en nuestros viajes, como en el famoso albergue español, lo que nosotros mismos ha-bíamos llevado allí: imágenes y sueños.Poco tiempo atrás, Disney Corporation ganó un concurso organizado por el ayuntamiento y el Estado de Nueva York para la edificación de un hostal, un centro comercial y de ocio en Times Square, así como la remodelación del barrio. Lo que más destaca en el proyecto de los arquitectos de Disney es que instala el mundo de Superman, con su arquitectura caótica y atravesada por rayos galácticos, en el cora-zón de la ciudad, como componente normal de ella. Algunos periodistas notaron que el nuevo Times Square era fiel a la estética de los centros de ocio ya instalados en Estados Unidos. Fuera de los debates sofisticados sobre el sentido de la obra, el efecto Disney se toma en serio y se constituye en autoreferencia para el futuro. Se riza así el rizo: de un estado en el cual la ficción se nutría de la transformación imaginaria de lo real, hemos pasado a un estado en el cual lo real se esfuerza en reproducir la ficción. Bajo este diluvio de imágenes, ¿queda aún sitio para la imaginación?Hay que concluir, y tal vez matizar o corregir, el sentimiento de pesimismo un poco distante que pueda advertirse en mis palabras. No me siento, propiamente dicho, ni distante ni pesimista; quisiera convencerlos formulando dos observacio-nes y contándoles una anécdota.La primera observación es que la sociología real, o si lo preferimos, la socie-dad real, es más compleja que los modelos que intentan dar cuenta de ella.Digamos que en la realidad concreta, los elementos que justifican o dirigen la elaboración de modelos interpretativos no se excluyen sino que se sobreañaden. En la realidad, tal como la podemos observar concretamente, nunca hubo desencanto del mundo, nunca hubo muerte del Hombre, fin de grandes relatos o fin de la histo-ria, pero hubo evoluciones, inflexiones, cambios y nuevas ideas, a la vez que reflejos y motores de cambios. No se debe confundir la historia de las ideas ni la de las técnicas con la historia a secas. Estemos tranquilos: la historia continúa. Quizá in-cluso, en un sentido (si prestamos atención al hecho de que desde ahora su hori-zonte es el planeta en su totalidad), podamos adelantar que es sólo ahora que co-mienza, que sólo ahora sale de la prehistoria.Si la realidad de hoy tiene a menudo la apariencia de un espectáculo, de una película o de un show, si podemos tener la sensación de que por la extensión de los espacios de anonimato, de los espacios de la imagen y de la comunicación, la histo-ria condena a muchos humanos a la soledad, y por la globalización de la economía a muchos también (a menudo son los mismos) a la exclusión. Sin embargo, pode-mos sin duda sacar fruto de una lección que autoriza, me parece, la experiencia an-tropológica: el individuo solo es inimaginable y su existencia imposible. Salvo al-gunas excepciones, los humanos no se perderán en el centelleo de los medios de comunicación. Y tanto si se confirma el sentimiento de déficit simbólico, de debili-dad social que nos invade a veces (pero ya Durkheim...), podemos estar seguros de que unas recomposiciones simbólicas y sociales se operarán por vías múltiples e invisibles. Sí, para lo mejor y para lo menos bueno, la historia continúa.Sin duda la historia de mañana, como ya la de hoy, será recorrida por una doble tensión, entre sentido y ciencia, por un lado, soledad y solidaridad, por el otro. La ciencia, al contrario del mito y de la ideología, no tiene nada para tranqui-lizarnos: avanza desplazando las fronteras de lo desconocido, y está claro que hoy en día resucita vértigos pascalianos al descubrir en la intimidad del individuo la suma de sus determinantes (estamos cartografiando el genoma humano), justo en el momento en el cual la astrofísica vuelve a actualizar la idea de lo infinitamente grande.No estamos más en la época del totemismo y de los símbolos elementales, en la época donde la naturaleza proporcionaba fácilmente un lenguaje a la organiza-ción de los hombres. Pero hay que vivir, seguir "cultivando nuestro huerto", como decía Voltaire, y para eso afrontar la necesidad de lo social, pensar lo cotidiano a una escala humana, es decir, en algún sitio entre el individuo y lo infinito: no reela-borar lo social.La historia de ahora en adelante (y es un hecho sin precedentes) será cons-cientemente la del planeta percibido como planeta, como minúsculo elemento de un sistema entre una infinidad de otros sistemas. Pero por esta misma razón, la aventu-ra, mañana, seguirá siendo una aventura identitaria: la relación entre unos y otros será más que nunca un desafío.Hace algún tiempo tuve la suerte de tratar mucho con un grupo de indios ya-ruro-pumé en la frontera de Venezuela y Colombia. Aislados, casi sin recursos, es-tos indios celebraban casi cada noche una ceremonia, el Tôhé, durante la cual un chamán viaja soñando a la casa de los dioses. Por la mañana cuenta su viaje, que a menudo tiene una meta concreta (pedir la opinión de un dios, recuperar el alma robada de un hombre o de una mujer enfermos, tener noticias de un muerto), y describe el país de los dioses.Este país es una ciudad donde circulan coches silenciosos entre las altas construcciones iluminadas. En los cruces, la comida y las bebidas son entregadas a discreción. Total, este mundo de dioses es una imagen magnificada de Caracas ¾donde estos pumé nunca han ido, pero de la cual han recolectado algunos ecos o algunas imágenes interrogando a visitantes u hojeando revistas encontradas.Así, nuestras ciudades han invadido el imaginario de estos indios. Pero son ciudades de ensueños, en su doble sentido. En la realidad, cuando algunos de estos pumé dejan su campamento, paran a las puertas de la ciudad, en las chabolas donde los televisores les proponen, a todas horas, sustitutos a las imágenes de sus sueños, ficciones abandonadas por sus dioses. El sueño y la realidad se degradan conjunta-mente. Las ciudades de los sueños indios no son más reales que los indios de los sueños occidentales y juntos se desvanecen. Pero este doble malentendido demues-tra, a su manera, que nos hemos vuelto todos (trágicamente, desigualmente, pero ineluctablemente) contemporáneos. Es la historia de esta contemporaneidad, rica en esperanzas y cargada de contradicciones, la que hoy empieza.