Sunday, July 31, 2005

Noticias recientes sobre la hibridación(1)
Néstor García Canclini Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa.México D.F.
¿Cómo saber cuándo cambia una disciplina o un campo del conocimiento?
Una manera de responder es: cuando algunos conceptos irrumpen con fuerza, desplazan a otros, exigen crear nuevas nociones o reformulan a las demás. Esto es lo que ha sucedido con el diccionario de los estudios culturales. Aquí quiero discutir en qué sentido puede afirmarse que hibridación es uno de esos términos detonantes.
Voy a tratar de argumentar por qué y de qué modo los estudios sobre hibridación modificaron el modo de hablar sobre identidad, cultura, diferencia, desigualdad, multiculturalidad, y sobre parejas organizadoras de los conflictos en las ciencias sociales: tradición/modernidad, norte/sur, local/global. La primera constatación de la importancia actual de este término es el lugar que ha ganado apenas en una década -los años noventa- en los estudios antropológicos, sociológicos, comunicacionales, de artes y de literatura. Sabemos que había antecedentes previos, incluso lejanos. Podría decirse que la hibridación es tan antigua como los intercambios entre sociedades, y de hecho Plinio el Viejo mencionó la palabra al referirse a los migrantes que llegaban a Roma en su época. Varios historiadores y antropólogos mostraron el papel clave del mestizaje en el Mediterráneo desde los tiempos clásicos de Grecia (Laplantine-Nouss 1997), y otros recurren específicamente al término hibridación para identificar lo que sucedió desde que Europa se expandió hacia América (Bernard 1993; Gruzinski 1999). Mijail Bajtin lo usó para caracterizar la coexistencia, desde el comienzo de la modernidad, de lenguajes cultos y populares.
Pero hay que preguntarse por qué este término prolifera en investigaciones sobre mezclas interculturales de la década más reciente. Se extiende para examinar procesos interétnicos y de descolonización (Bhabha 1994; Young 1995), globalizadores (Hannerz 1997; Harvey, 1996), viajes y cruces de fronteras (Clifford, 1999), entrecruzamientos artísticos, literarios y comunicacionales (de la Campa, 1994; Hall, 1992; Martín Barbero, 1987; Papastergiadis, 1997; Werbner, 1997).
1. Las identidades repensadas desde la hibridación
Hay que comenzar aceptando la discusión de si híbrido es una buena o una mala palabra. No basta que sea muy usada para que la consideremos respetable. Por el contrario, su profuso empleo favorece que se le asignen significados discordantes. Si su traslado de la biología a análisis socioculturales ha sido polémico, la variada utilización en autores de disciplinas diversas no contribuye a que contemos con un concepto unívoco. De ahí que algunos prefieran seguir hablando de sincretismo en cuestiones religiosas, de mestizaje en historia y antropología, de fusión en música. ¿Cuál es la ventaja, para la investigación científica, de recurrir a un término cargado de equivocidad?.
Encaremos, entonces, la discusión epistemológica. Quiero reconocer que ese aspecto fue uno de los más débiles en el libro Culturas híbridas , que publiqué hace diez años. Los debates que hubo sobre esas páginas, y las de algunos autores citados, me permiten ahora trabajar mejor la ubicación conceptual en las ciencias sociales. Por otro lado, conocer el alcance de todas las posibles interacciones entre los comunicantes concretará las relaciones polisémicas (pluralidad de significaciones) de muchas de estas palabras utilizadas en Música para describir aspectos concretos que incluyen diferentes sistemas perceptuales y conceptuales.
Parto de una primera definición: entiendo por hibridación procesos socioculturales en los que estructuras o prácticas discretas, que existían en forma separada, se combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas.
No hay duda de que estas mezclas existen desde hace mucho tiempo, y se han multiplicado espectacularmente durante el siglo XX. Casamientos mestizos. Combinación de ancestros africanos, figuras indígenas y santos católicos en el umbanda brasileño. Melodías étnicas, ligadas a rituales de un grupo, se entrelazan con música clásica y contemporánea, con otras formas producidas por hibridaciones anteriores, como el jazz y la salsa: así se formo la chicha , mezcla de ritmos andinos y caribeños; la reinterpretación jazzística de Mozart hecha por el grupo afrocubano Irakere; las reelaboraciones de melodías inglesas e hindúes efectuadas por los Beatles, Peter Gabriel y otros músicos. Sabemos cuántos artistas exacerban estos cruces y los convierten en ejes conceptuales de sus trabajos. Antoni Muntadas, por ejemplo, tituló Híbridos el conjunto de proyectos exhibidos en 1988 en el Centro de Arte Reina Sofía, de Madrid. En esa ocasión insinuó, mediante fotos, los desplazamientos ocurridos entre el antiguo uso de ese edificio como hospital y el que ahora tiene. Otra vez, creó un sitio web, hybridspaces , en el que exploraba contaminaciones entre imágenes arquitectónicas y mediáticas. Gran parte de su producción resulta del cruce multimedia y multicultural. La prensa y la publicidad callejera insertadas en la televisión. Los últimos diez minutos de la programación televisiva de Argentina, Brasil y Estados Unidos mostrados simultaneamente, y seguidos de un plano-secuencia que contrasta la diversidad de la calle en esos países con la homogeneización televisiva.
Pero ¿es posible unificar bajo un solo término experiencias tan heterogéneas? ¿Cuál es la ventaja de designarlas con la palabra híbrido , cuyo origen biológico ha llevado a que algunos autores adviertan sobre el riesgo de traspasar a la sociedad y la cultura la esterilidad que suele asociarse a ese término. Quienes hacen esta crítica recuerdan el ejemplo de la mula (Cornejo Polar, 1997). Aun cuando se encuentra esta objeción en textos recientes, se trata de la prolongación de una creencia del siglo XIX cuando la hibridación era considerada con desconfianza porque se suponía que perjudicaba el desarrollo social. Desde que en 1870 Mendel mostró el enriquecimiento producido por cruces genéticos en botánica abundan las hibridaciones fértiles para aprovechar características de células de plantas diferentes a fin de mejorar su crecimiento, resistencia, calidad, y el valor económico y nutritivo de alimentos derivados de ellas (Olby, 1985; Callender, 1988). La hibridación de café, flores, cereales y otros productos acrecienta la variedad genética de las especies y mejora sus posibilidades de sobrevivencia ante cambios de hábitat o climáticos.
De todas maneras, uno no tiene por qué quedar cautivo en la dinámica biológica de la cual toma un concepto. Las ciencias sociales han importado muchas nociones de otras disciplinas sin que las invaliden las condiciones de uso en la ciencia de origen. Conceptos biológicos como el de reproducción fueron reelaborados para hablar de reproducción social, económica y cultural: el debate efectuado desde Marx hasta nuestros días se establece en relación con la consistencia teórica y el poder explicativo de ese término, no por una dependencia fatal del uso que le asignó otra ciencia. Del mismo modo, las polémicas sobre el empleo metafórico de conceptos económicos para examinar procesos simbólicos, como lo hace Pierre Bourdieu al referirse al capital cultural y los mercados lingüísticos, no tiene que centrarse en la migración de esos términos de una disciplina a otra sino en las operaciones epistemológicas que sitúen su fecundidad explicativa y sus límites en el interior de los discursos culturales: ¿permiten o no entender mejor algo que permanecía inexplicado?..
La construcción linguística (Bajtin, Bhabha) y social (Friedman, Hall, Papastergiadis) del concepto de hibridación ha colaborado para salir de los discursos biologicistas y esencialistas de la identidad, la autenticidad y la pureza cultural. Así como el mestizaje contrarrestó las obsesiones por mantener incontaminada la sangre o las razas en el siglo XIX y en varias etapas del XX, la hibridación aparece hoy como el concepto que permite lecturas abiertas y plurales de las mezclas históricas, y construir proyectos de convivencia despojados de las tendencias a “resolver” conflictos multidimensionales a través de políticas de purificación étnica. Contribuye a identificar y explicar múltiples alianzas fecundas: por ejemplo, del imaginario precolombino con el novohispano de los colonizadores y luego con el de las industrias culturales (Bernand, Gruzinski), de la estética popular con la de los turistas (De Grandis), de las culturas étnicas nacionales con las de las metropolis (Bhabha), y con las instituciones globales (Harvey). Los pocos fragmentos escritos de una historia de las hibridaciones han puesto en evidencia la productividad y el poder innovador de muchas mezclas interculturales.
¿Cómo fusiona la hibridación estructuras o prácticas sociales discretas para generar nuevas estructuras y nuevas prácticas? A veces esto ocurre de modo no planeado, o es resultado imprevisto de procesos migratorios, turísticos o de intercambio económico o comunicacional. Pero a menudo la hibridación surge de la creatividad individual y colectiva. No sólo en las artes, sino en la vida cotidiana y en el desarrollo tecnológico. Se busca reconvertir un patrimonio (una fábrica, una capacitación profesional, un conjunto de saberes y técnicas) para reinsertarlo en nuevas condiciones de producción y mercado. Aclaremos el significado cultural de reconversión: se utiliza este término para explicar las estrategias mediante las cuales un pintor se convierte en diseñador, o las burguesías nacionales adquieren los idiomas y otras competencias necesarias para reinvertir sus capitales económicos y simbólicos en circuitos transnacionales (Bourdieu 1979:155, 175, 354). También se encuentran estrategias de reconversión económica y simbólica en sectores populares: los migrantes campesinos que adaptan sus saberes para trabajar y consumir en la ciudad, o vinculan sus artesanías con usos modernos para interesar a compradores urbanos; los obreros que reformulan su cultura laboral ante las nuevas tecnologías productivas; los movimientos indígenas que reinsertan sus demandas en la política transnacional o en un discurso ecológico, y aprenden a comunicarlas por radio, televisión e Internet. Por tales razones, sostengo que el objeto de estudio no es la hibridez, sino los procesos de hibridación. El análisis empírico de estos procesos, articulados a estrategias de reconversión, muestra que la hibridación interesa tanto a los sectores hegemónicos como a los populares que quieren apropiarse los beneficios de la modernidad.
Estos procesos incesantes, variados, de hibridación llevan a relativizar la noción de identidad. Cuestionan, incluso, la tendencia antropológica y de un sector de los estudios culturales a considerar las identidades como objeto de investigación. El énfasis en la hibridación no sólo clausura la pretensión de establecer identidades “puras” o “auténticas”. Además, pone en evidencia el riesgo de delimitar identidades locales autocontenidas, o que intenten afirmarse como radicalmente opuestas a la sociedad nacional o la globalización. Cuando se define a una identidad mediante un proceso de abstracción de rasgos (lengua, tradiciones, ciertas conductas estereotipadas) se tiende casi siempre a desprender esas prácticas de la historia de mezclas en que se formaron y a absolutizar prescriptivamente su uso respecto de modos heterodoxos de hablar la lengua, hacer música o interpretar las tradiciones. Se acaba, en suma, obturando la posibilidad de modificar la cultura y la política.
Los estudios sobre narrativas identitarias hechos desde enfoques teóricos que toman en cuenta los procesos de hibridación (Hannerz, Hall) muestran que no es posible hablar de las identidades como si sólo se tratara de un conjunto de rasgos fijos, ni afirmarlas como la esencia de una etnia o una nación. La historia de los movimientos identitarios revela una serie de operaciones de selección de elementos de distintas épocas articulados por los grupos hegemónicos en un relato que les da coherencia, dramaticidad y elocuencia.
Por eso, algunos proponemos desplazar el objeto de estudio de la identidad a la heterogeneidad y la hibridación interculturales (Goldberg 1994). Ya no basta con decir que no hay identidades caracterizables por esencias autocontenidas y ahistóricas, y entenderlas como las maneras en que las comunidades se imaginan y construyen relatos sobre su origen y desarrollo. En un mundo tan fluidamente interconectado, las sedimentaciones identitarias organizadas en conjuntos históricos más o menos estables (etnias, naciones, clases) se reestructuran en medio de conjuntos interétnicos, transclasistas y transnacionales. Las maneras diversas en que los miembros de cada etnia, clase y nación se apropian de los repertorios heterogéneos de bienes y mensajes disponibles en los circuitos trasnacionales genera nuevas formas de segmentación. Estudiar procesos culturales, por esto, más que llevarnos a afirmar identidades autosuficientes, sirve para conocer formas de situarse en medio de la heterogeneidad y entender cómo se producen las hibridaciones. En esta perspectiva, como hace notar Amaryll Chanady, el concepto de hibridación “ no atañe por lo tanto a la simple heterogeneidad cultural / étnica, ni la pluralidad religiosa, ni siquiera las diferencias raciales, sino a la modernización desigual de la sociedad ” (Chanady 1999:277).
2. De la descripción a la explicación
Al cambiar la jerarquía de los conceptos de identidad y heterogeneidad en beneficio de hibridación, quitamos soporte a las políticas de homogeneización fundamentalista o simple reconocimiento (segregado) de “la pluralidad de culturas”. Cabe preguntar, entonces, a dónde conduce la hibridación, si sirve para reformular la investigación intercultural y el diseño de políticas culturales transnacionales y transétnicas, quizá globales.
Una dificultad para cumplir estos propósitos es que los estudios sobre hibridación suelen limitarse a describir mezclas interculturales. Apenas comenzamos a avanzar, como parte de la reconstrucción sociocultural del concepto, para darle poder explicativo : estudiar los procesos de hibridación situándolos en relaciones estructurales de causalidad. Y darle capacidad hermenéutica : volverlo útil para interpretar las relaciones de sentido que se reconstruyen en las mezclas.
Si queremos ir más allá de liberar al análisis cultural de sus tropismos fundamentalistas identitarios, debemos situar a la hibridación en otra red de conceptos: por ejemplo, contradicción, mestizaje, sincretismo, transculturación y creolización. También es necesario verlo en medio de las ambivalencias de la industrialización y masificación globalizada de los procesos simbólicos.
Otra de las objeciones formuladas al concepto de hibridación es que puede sugerir fácil integración y fusión de culturas, sin dar suficiente peso a las contradicciones y a lo que no se deja hibridar. La afortunada observación de Dnina Werbner de que el cosmopolitismo, al hibridarnos, nos forma como “gourmets multiculturales”, se mueve en esta dirección. Antonio Cornejo Polar ha señalado en varios autores que nos ocupamos de este tema la “impresionante lista de productos híbridos fecundos”, y “el tono celebrativo” con que hablamos de la hibridación como armonización de mundos “desgajados y beligerantes” (Cornejo Polar 1997).
Es posible que la polémica contra el purismo y el tradicionalismo folclóricos nos haya llevado a privilegiar los casos prósperos e innovadores de hibridación. Sin embargo, en la última década se ha hecho bastante para reconocer el carácter contradictorio de los procesos de mezcla intercultural al pasar del simple carácter descriptivo de la noción de hibridación -como fusión de estructuras discretas- a elaborarla como recurso para explicar en qué casos las mezclas pueden ser productivas y cuándo los conflictos siguen operando debido a lo que permanece incompatible o inconciliable en la prácticas reunidas. El mismo Cornejo Polar ha contribuido a este avance cuando dice que, así como se “entra y sale de la modernidad”, también se podría entender de modo histórico las variaciones y conflictos de la metáfora que nos ocupa si habláramos de “entrar y salir de la hibridez” (Cornejo Polar 1997).
Agradezco a este autor la sugerencia de aplicar a la hibridación este movimiento de tránsito y provisionalidad que en el libro Culturas híbridas coloqué, desde el subtítulo, como necesario para entender las estrategias de entrada y salida de la modernidad. Si hablamos de la hibridación como un proceso al que se puede acceder y que se puede abandonar, del cual se puede ser excluido o al que pueden subordinarnos, es posible entender mejor cómo los sujetos se comportan respecto de lo que las relaciones interculturales les permiten armonizar y de lo que les resulta inconciliable. Así se puede trabajar los procesos de hibridación en relación con la desigualdad entre las culturas, con las posibilidades de apropiarse de varias a la vez en clases y grupos diferentes, y por tanto respecto de las asimetrías del poder y el prestigio. Cornejo Polar sólo insinuó esta dirección de análisis en ese ensayo póstumo, pero encuentro un complemento para expandir esa intuición en un texto que él escribió poco antes: Una heterogeneidad no dialéctica: sujeto y discurso migrantes en el Perú moderno .
En este artículo, ante las tendencias a celebrar las migraciones, su potencial desterritorializador y productor de mestizajes, recordó que el migrante “ no siempre está especialmente dispuesto a sintetizar las distintas estancias de su itinerario, aunque -como es claro- le sea imposible mantenerlas encapsuladas y sin comunicación entre sí ”. Con ejemplos de José María Arguedas, Juan Biondi y Eduardo Zapata, mostró que en muchos casos la oscilación entre la identidad de origen y la de destino lleva al migrante a “ hablar con espontaneidad desde varios lugares”, sin mezclarlos, como provinciano y como limeño, como hablante de quechua y de español. En ocasiones, decía, se pasa metonímica o metafóricamente elementos de un discurso a otro. En otros casos, el sujeto acepta descentrarse de su historia y desempeña varios papeles “ incompatibles y contradictorios de un modo no dialéctico: el allá y el aquí, que son también el ayer y el hoy, refuerzan su aptitud enunciativa y pueden tramar narrativas bifrontes y -hasta si se quiere, exagerando las cosas- esquizofrénicas” (Cornejo Polar 1996:841).
En las actuales condiciones de globalización, encuentro cada vez mayores razones para emplear los conceptos de mestizaje e hibridación. Pero la intensificación de la interculturalidad migratoria, económica y mediática muestra, como dicen Francois Laplantine y Alexis Nouss que no hay sólo “ la fusión, la cohesión, la ósmosis, sino la confrontación y el diálogo” . Y que en nuestro tiempo de interculturalidad, en el que “ las decepciones de las promesas del universalismo abstracto han conducido a las crispaciones particularistas” (Laplantine-Nouss 1997:14), el pensamiento y las prácticas mestizas son recursos para reconocer lo distinto y trabajar democráticamente las tensiones de las diferencias. La hibridación, como proceso de intersección y transacciones, es lo que hace posible que la multiculturalidad evite lo que tiene de segregación y pueda convertirse en interculturalidad. Las políticas de hibridación pueden servir para trabajar democráticamente con las diferencias, para que la historia no se reduzca a guerras entre culturas, como imagina Samuel Huntington. Podemos elegir vivir en estado de guerra o en estado de hibridación.
Es útil que se advierta sobre las versiones demasiado amables del mestizaje. Por eso, conviene insistir en que el objeto de estudio no es la hibridez, sino los procesos de hibridación. Así puede reconocerse lo que contienen de desgarramiento y lo que no llega a ser fusionado. Una teoría no ingenua de la hibridación es inseparable de una conciencia crítica de sus límites, de lo que no se deja o no quiere o no puede ser hibridado. Vemos entonces la hibridación como algo a lo que se puede llegar, de lo que es posible salir y en la que estar implica hacerse cargo de lo in-soluble, lo que nunca resuelve del todo que somos al mismo tiempo otros y con los otros.
3. La hibridación y su familia de conceptos
A esta altura hay que decir que el concepto de hibridación es útil en algunas investigaciones para abarcar conjuntamente mezclas interculturales que suelen llevar nombres diferentes: las fusiones raciales o étnicas denominadas mestizaje , el sincretismo de creencias, y también otras mezclas modernas (entre lo artesanal y lo individual, lo culto y lo popular, lo escrito y lo visual en los mensajes mediáticos), que no pueden ser designadas con los nombres de las fusiones clásicas, como mestizas o sincréticas. Sin embargo, sigue siendo conveniente emplear estos vocablos para denominar el aspecto específico de ciertas hibridaciones, sus periodos históricos e identificar sus contradicciones propias.
La mezcla de colonizadores españoles y portugueses, luego ingleses y franceses, con indígenas americanos, a lo cual se añadieron los esclavos trasladados desde África, volvió al mestizaje un proceso fundacional en las sociedades del llamado nuevo mundo. En la actualidad menos del 10 por ciento de la población de América Latina es indígena (el porcentaje es menor en Estados Unidos y Canadá). La presencia de lo indígena es mayor demográficamente en Bolivia, Perú, Ecuador y Guatemala, y tiene enorme fuerza en esos países y en otros, como Colombia y México, donde mantiene influencia en el patrimonio tangible e intangible actual, e incluso crece gracias a movimientos de re-etnización de las relaciones sociales. Por tanto, la composición de todas las Américas requiere la noción de mestizaje, tanto en el sentido biológico -producción de fenotipos a partir de cruzamientos genéticos- como cultural: mezcla de hábitos, creencias y formas de pensamiento europeos con los originarios de las sociedades americanas. Pero ese concepto es insuficiente para nombrar y explicar las formas más modernas de interculturalidad.
Durante mucho tiempo se estudiaron más los aspectos fisiognómicos y cromáticos del mestizaje. El color de la piel y los rasgos físicos siguen siendo decisivos para la construcción ideológica de la subordinación, para discriminar a indios, negros o mujeres. Sin embargo, en las ciencias sociales y en el pensamiento político democrático el mestizaje se centra actualmente en la dimensión cultural de las combinaciones identitarias. En la antropología, en los estudios y en las políticas culturales la cuestión se plantea como el diseño de formas de convivencia multicultural moderna, aunque estén condicionadas por el mestizaje biológico.
Algo semejante ocurre con el pasaje de las mezclas religiosas a fusiones más complejas de creencias En cierto modo, sigue siendo pertinente hablar de sincretismo para referirse a la combinación de prácticas religiosas. Pero la intensificación de las migraciones y la difusión transcontinental de creencias y rituales en el último siglo acentuó estas hibridaciones y aumentó la tolerancia hacia ellas. Al punto de que en países como Brasil, Cuba, Haití y Estados Unidos se volvió frecuente la doble o triple pertenencia religiosa, por ejemplo ser católico y participar en un culto afroamericano o una ceremonia new age . Si consideramos el sincretismo en sentido más amplio, como la adhesión simultánea a sistemas diversos de creencias, no sólo religiosas, el fenómeno se expande notoriamente, sobre todo en las multitudes que recurren para ciertas enfermedades a medicinas indígenas u orientales, para otras a la medicina alopática, o a rituales católicos o pentecostales. El uso sincrético de estos recursos para la salud suele ir junto con fusiones musicales y de sistemas de organización social multiculturales, como ocurre en la santería cubana, el vudú haitiano y el candomblé brasileño (Rowe-Schelling, 1991).
Se ha propuesto el término transculturación para designar estas mezclas. Fernando Ortíz lo inauguró en su estudio antropológico sobre el contrapunteo del tabaco y el azúcar en Cuba. Angel Rama desarrolló esa noción en su análisis de las redes intertextuales de vanguardias y regionalismo en la literatura latinoamericana. Son aportes que reconocieron en sus campos específicos lo que transita entre culturas, con lo cual superaron la simplicidad unidireccional de la noción de aculturación. No avanzaron mucho en la comprensión de cómo la transculturación engendra nuevos productos, ni cómo se articulan varias lógicas de hibridación.
La palabra creolización también ha servido para referirse a las mezclas interculturales. En sentido estricto, designa la lengua y la cultura creadas por variaciones a partir de la lengua básica y otros idiomas en el contexto del tráfico de esclavos. Se aplica a las mezclas que el francés ha tenido en América y el Caribe (Luisiana, Haití, Guadalupe, Martinica) y en el océano Indico (Reunión, la isla Mauricio), o el portugués en Africa (Guinea, Cabo Verde), en el Caribe (Curazao) y Asia (India, Sri Lanka). Pero en tanto presenta tensiones paradigmáticas entre oralidad y escritura, sectores cultos y populares, centro y periferia, en un continuum de diversidad, Ulf Hannerz sugiere extender su uso en el ámbito transnacional para denominar “ procesos de confluencia cultural caracterizados por la desigualdad de poder, prestigio y recursos materiales” (Hannerz 1997). Si bien no es el único autor que marca la desigualdad y discontinuidad existente en las hibridaciones, su énfasis en que los flujos crecientes entre centro y periferia deben ser examinados junto con las asimetrías entre los mercados, los Estados y los niveles educativos ayuda a evitar el riesgo de ver el mestizaje como simple homogeneización y reconciliación intercultural.
Estos términos -mestizaje, sincretismo, transculturación, creolización- siguen usándose en buena parte de la bibliografía antropológica y etnohistórica para especificar formas particulares de hibridación más o menos tradicionales. Pero ¿cómo designar las fusiones entre culturas barriales y mediáticas, entre estilos de consumo de generaciones diferentes, entre músicas locales y transnacionales, que ocurren en las fronteras y en las grandes ciudades (no sólo allí)? La palabra hibridación aparece más dúctil para nombrar esas mezclas en las que no sólo se combinan elementos étnicos o religiosos, sino que se intersectan con productos de las tecnologías avanzadas y procesos sociales modernos o posmodernos.
Destaco las fronteras entre países y las grandes ciudades como contextos que condicionan los formatos, estilos y contradicciones específicos de la hibridación. Las fronteras rígidas establecidas por los Estados modernos se volvieron porosas. Pocas culturas pueden ser ahora descritas como unidades estables, con límites precisos basados en la ocupación de un territorio acotado. Pero esta multiplicación de oportunidades para hibridarse no implica indeterminación, ni libertad irrestricta. La hibridación ocurre en condiciones históricas y sociales específicas, en medio de sistemas de producción y consumo, que a veces operan como coacciones, según puede apreciarse en la vida de muchos migrantes. Otra de las entidades sociales que auspician pero también condicionan la hibridación son las ciudades. Las megalópolis multilingües y multiculturales, por ejemplo Londres, Berlín, Nueva York, Los Angeles, Buenos Aires, Sao Paulo, México y Honk Kong son estudiadas como centros donde la hibridación fomenta mayores conflictos y mayor creatividad cultural (Appadurai, Hannerz).
Por último, quiero señalar de qué modo la globalización acentúa estas tendencias de la modernidad al crear mercados mundiales de bienes materiales y dinero, mensajes y migrantes. Los flujos e interacciones que ocurren en estos procesos han debilitado las fronteras y aduanas, la autonomía de las tradiciones locales, y propician más formas de hibridación productiva, comercial, comunicacional y en los estilos de consumo que en el pasado. A las modalidades clásicas de hibridación, derivadas de migraciones y viajes, de las políticas de integración educativa impulsadas por los Estados nacionales, se agregan las mezclas generadas por las industrias culturales.
Al estudiar los movimientos recientes de la globalización advertimos que ésta no sólo integra y genera mestizajes; también segrega, produce nuevas desigualdades y estimula reacciones diferencialistas (Appadurai 1996; Beck 1997; Hannerz 1996).Los impulsos dados por la globalización a las hibridaciones deben examinarse junto con las reacciones y alianzas identitarias (los latinos o los árabes en Estados Unidos o en Europa). A veces, se aprovecha la globalización empresarial y del consumo para afirmar particularidades étnicas o regiones culturales, como ocurre con la música latina en la actualidad (Ochoa, Yúdice). Algunos actores sociales encuentran en estas alianzas recursos para resistir o modificar la globalización y replantear las condiciones de hibridación.
La teoría de la hibridación debe tomar en cuenta que no sólo los fundamentalismos se oponen al sincretismo religioso y al mestizaje intercultural. Existe una resistencia extendida a aceptar estas y otras formas de hibridación, porque generan inseguridad en las culturas y conspiran contra su autoestima etnocentrista. También es desafiante para el pensamiento moderno de tipo analítico, acostumbrado a separar binariamente lo civilizado de lo salvaje, lo nacional de lo extranjero. Este esquematismo deja afuera frecuentes modos actuales de compartir culturas, por ejemplo, gente que es brasileña por nacionalidad, portuguesa por la lengua, rusa o japonesa por el origen, y católica o afroamericana por la religión. Un mundo en creciente movimiento de hibridación requiere ser pensado no como un conjunto de unidades compactas, homogéneas y radicalmente distintas sino como intersecciones, transiciones y transacciones.
4. Contrapunto y traducciones
Para terminar destaco dos nociones -una de la música, otra de la literatura- que los estudios culturales retoman a fin de caracterizar la utilidad y los desafíos que hoy presenta la hibridación si se quiere teorizar en las sociedades complejas.
Así como las fronteras y las ciudades dan contextos peculiares para hibridarse, los exilios y las migraciones son considerados fecundos para que ocurran estas mezclas. Explica Eduard Said:
Considerar ´el mundo entero como una tierra extranjera´ posibilita una originalidad en la visión. La mayoría de la gente es consciente sobre todo de una cultura, un ambiente, un hogar; los exiliados son conscientes de por lo menos dos, y esta pluralidad de visión da lugar a una consciencia que -para utilizar una expresión de la música- es contrapuntística...Para un exiliado, los hábitos de vida, expresión o actividad en el nuevo ambiente ocurren inevitablemente en contraste con un recuerdo de cosas en otro ambiente. De este modo, tanto el nuevo ambiente como el anterior son vívidos, reales, y se dan juntos en un contrapunto.
James Clifford, al comentar este párrafo de Said, sostiene que los discursos diaspóricos y de hibridación nos permiten pensar la vida contemporánea “ como una modernidad de contrapunto ” (Clifford 1999:313). ¿Qué hacer con tantas palabras para designar los procesos de interculturalidad? En otro lugar del mismo libro, Itinerarios transculturales , Clifford se pregunta si la noción de viaje es más adecuada que otras usadas en el pensamiento posmoderno: desplazamiento, nomadismo, peregrinaje. Además de señalar las limitaciones de estos últimos términos, propone viaje como término de traducción entre los demás, o sea “ una palabra de aplicación aparentemente general, utilizada para la comparación de un modo estratégico y contingente” . Todos los términos de traducción, aclara, “ nos llevan durante un trecho y luego se desmoronan. Traduttore, tradittore. En el tipo de traducción que más me interesa uno aprende mucho sobre los pueblos, las culturas, las historias distintas a la propia, lo suficiente para empezar a percibir lo que uno se está perdiendo ” (Clifford 1999:56).
Veo atractivo tratar la hibridación como un término de traducción entre mestizaje, sincretismo, fusión y los otros vocablos empleados para designar mezclas particulares. Tal vez la cuestión decisiva no sea convenir cuál de esos conceptos es más abarcador y fecundo, sino cómo seguir construyendo principios teóricos y procedimientos metodológicos que nos ayuden a volver este mundo más traducible, o sea convivible en medio de sus diferencias, y a aceptar a la vez lo que cada uno gana y está perdiendo al hibridarse. Encuentro en un poema de Ferreira Gullar, musicalizado por Raymundo Fagner en un disco donde canta algunas canciones en portugués y otras en español, hibridando su voz y su lengua de origen con las de Mercedes Sosa y Joan Manuel Serrat, una manera excelente de decir estos dilemas. El disco se llama, como el poema de Gullar, Traduzirse :
Uma parte de mim é todo mundoOutra parte é ninguén, fundo sem fundoUma parte de mim é multidäoOutra parte estranheza é solidäoUma parte de mim pesa, ponderaOutra parte deliraUma parte de mim almoca e jantaOutra parte se espantaUma parte de mim é permanenteOutra parte se sabe de repenteUma parte de mim é só vertigemOutra parte linguagem
Traduzir uma parte na outra parteQue é uma questao de vida e morte¿ Sera arte?
Vincular la pregunta por lo que hoy puede ser el arte a las tareas de traducción de lo que dentro de nosotros y entre nosotros permanece desgajado, beligerante o incomprensible, o quizá llegue a hibridarse, puede liberar a las prácticas musicales, literarias y mediáticas de la misión “folclórica” de representar una sola identidad. La estética se desentiende de los intentos de los siglos XIX y XX de convertirla en pedagogía patriótica.
Debo decir, en seguida, que otra amenaza reemplaza en estos días a aquel destino folclorizante o nacionalista. Es la que trae la seducción del mercado globalizante: reducir el arte a discurso de reconciliación planetaria. Las versiones estandarizadas de las películas y las músicas del mundo, del “estilo internacional” en las artes visuales y la literatura, suspenden a veces la tensión entre lo que se comunica y lo desgarrado, entre lo que se globaliza y lo que insiste en la diferencia, o es expulsado a los márgenes de la mundialización. Una visión simplificada de la hibridación, como la propicia la domesticación mercantil del arte, está facilitando vender más discos y películas y programas televisivos en otras regiones. Pero la ecualización de las diferencias, la simulación de que se desvanecen las asimetrías entre centros y periferias, vuelve difícil que el arte -y la cultura- sean lugares donde también se nombre lo que no se puede o no se deja hibridar.
La primera condición para distinguir las oportunidades y los límites de la hibridación es no hacer del arte un recurso para el realismo mágico de la comprensión universal. Se trata, más bien, de colocarlo en el campo inestable, conflictivo, de la traducción y la traición. Al preguntarnos qué es posible o no hibridar estamos repensando lo que nos une y nos distancia de esta desgarrada e hipercomunicada vida. Las búsquedas artísticas son claves en esta tarea si logran a la vez ser lenguaje y ser vértigo.
Referencias Bibliográficas
Appadurai, A. (1996): Modernity at large: cultural dimensions of globalization. Minneapolis. University of Minnesota Press.
Beck, U. (1998): Qué es la globalización. Barcelona. Paidós.
Bernand, C. (1993): “Altérités et métissages hispano-américains”, en Christian Descamps (dir.), Amériques latines: une altérité. Paris. Editions du Centre Pompidou.
Bhabha, H. K. (1994): The location of culture. London and New York, Routledge.
Bordieu, P. (1979): La distinction: Critique social du jugement. París. Minuit.
Callender, L.A. (1988): “Gregor Mendel: an opponent of descent with modification”, en History of Science, XVI.
Chanady, A. (1999): “La hibridez como significación imaginaria”, en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Año XXIV, N0. 49, Lima -Hanover, pp. 265-279.
Clifford, J. (1999): Itinerarios transculturales. Barcelona. Gedisa.
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Texto presentado como conferencia del profesor invitado en el VI Congreso de la SibE, celebrado en Faro en julio de 2000. [§]



NÉSTOR GARCÍA CANCLINI
El malestar en los estudios culturales


No encuentro un término mejor para caracterizar la situación actual de los estudios culturales que la fórmula inventada por los economistas para describir la crisis de los años ochenta: estanflación, o sea, estancamiento con inflación. En los últimos años se multiplican los congresos, libros y revistas dedicados a estudios culturales, pero el torrente de artículos y ponencias casi nunca ofrece más audacias que ejercicios de aplicación de las preguntas habituales de un poeta del siglo XVII, un texto ajeno al canon o un movimiento de resistencia marginal que aún no habían sido reorganizados bajo este estilo indagatorio. La proliferación de pequeños debates amplificados por internet puede dar la apariencia de dinamismo en los estudios culturales, pero –como suele ocurrir en otros ámbitos con la oferta y la demanda– tanta abundancia, circulando globalizadamente, tiende a extenuarse pronto; no deja tiempo para que los nuevos conceptos e hipótesis se prueben en investigaciones de largo plazo, y pasamos corriendo a imaginar lo que se va a usar en la próxima temporada, qué modelo nos vamos a poner en el siguiente congreso internacional.
Hay, sin embargo, algunos productos que escapan a ese mercado, a estos desfiles vertiginosos. Después de veinte o treinta años de estudios culturales, es posible reconocer que esta corriente generó algunos resultados mejores que la época de fast- thinkers en que le tocó desenvolverse.
Unas cuantas investigaciones han contribuido a pensar de otro modolos vínculos con la cultura y la sociedad de los textos literarios, el folclor, las imágenes artísticas y los procesos comunicacionales. En algunos casos, sobre todo en América Latina, al estudiarse conjuntamente la interacción de estos campos disciplinarios con su
contexto se viene produciendo una renovación de las humanidades y las ciencias sociales. En Estados Unidos, los cultural studies han modificado significativamente el análisis de los discursos, dentro del territorio humanístico, pero son escasas las investigaciones empíricas: en esa especie de enciclopedia de esta corriente que es el libro coordinado por Lawrence Grossberg, Any Nelson y Pamela Treichler, no se encuentra a lo largo de sus 800 páginas casi ningún dato duro, gráficas, muy pocos materiales empíricos, pese a que varios textos hablan de la comunicación, el consumo y la mercantilización de la cultura. De sus cuarenta artículos ni uno está dedicado a la economía de la cultura. Ante tales carencias es comprensible que muchos científicos sociales desconfíen de este tipo de análisis.
El otro aspecto crítico que deseo destacar es que la enorme contribución realizada por los estudios culturales para trabajar transdisciplinariamente y con procesos interculturales –dos rasgos de esta tendencia– no va acompañada por una reflexión teórica y epistemológica. Sin esto último, puede ocurrir lo que tantas veces se ha dicho de los estudios literarios, del folclor y de otros campos disciplinarios: que se estancan en la aplicación rutinaria de una metodología poco dispuesta a cuestionar teóricamente su práctica.
Creo que los estudios culturales pueden librarse del riesgo de convertirse en una nueva ortodoxia fascinada con su poder innovador y sus avances en muchas instituciones académicas, en la medida en que encaremos los puntos teóricos ciegos, trabajemos las inconsistencias epistemológicas a las que nos llevó movernos en las fronteras entre disciplinas y entre culturas, y evitemos "resolver" estas incertidumbres con los eclecticismos apurados o el ensayismo de ocasión a que nos impulsan las condiciones actuales de la producción "empresarial" de conocimiento y su difusión mercadotécnica. Lo digo así para insinuar que el énfasis teórico epistemológico, al que me limitaré por restricciones de tiempo, no puede hacernos olvidar que nuestras incertidumbres están relacionadas con la descomposición del orden social, económico y universitario liberal, con la irrupción y las derrotas de movimientos sociales cuestionadores en las últimas décadas y con el desmoronamiento de paradigmas pretendidamente científicos que guiaron la acción social y política. Se verá al final que esta revisión teórica tiene consecuencias en uno de los territorios al que los estudios culturales ha prestado más atención: la construcción del poder a partir de la cultura.


¿Cómo narramos los desencuentros?


Quiero situar estas preocupaciones en relación con procesos de fin de siglo que por el momento, para entendernos, voy a sintetizar como las estrategias de construcción, circulación y consumo de estereotipos interculturales. Llegué a este asunto luego de estudiar varios años las políticas culturales y su transformación en el contexto de libre comercio e integración regional y global.
Desde que comenzó a gestionarse el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, México y Canadá, así como otros posteriores entre países latinoamericanos (Mercosur, Grupo de los Tres, etc.) y de éstos con Estados Unidos, es evidente que estos acuerdos no sólo liberalizan el comercio, sino que conceden aunque sea un pequeño lugar a cuestiones culturales, se acompañan con un incremento del intercambio sociocultural multinacional y favorecen actividades que antes no existían o eran débiles. Se están haciendo nuevos convenios entre empresas editoriales y de televisión, entre universidades y centros artísticos de varios países, e innumerables reuniones sobre la articulación de programas educativos, científicos y artísticos de las naciones involucradas. Están cambiando las imágenes que cada sociedad tiene de las otras y las influencias recíprocas en los estilos de vida.
¿Con qué instrumentos intelectuales enfrentamos esta situación? En los últimos cinco años se han escrito muchos artículos y desarrollado polémicas sobre los nuevos procesos culturales –sobre todo a nivel periodístico– por parte de intelectuales, funcionarios públicos y empresarios. Pero pocos se preguntan si los instrumentos y modelos conceptuales empleados en el pasado sirven para analizar la nueva etapa. En Estados Unidos y en los países latinoamericanos se están revisando las políticas culturales, pero raras veces toman como eje este novedoso proceso de integración; apenas reorganizan sus instituciones culturales de acuerdo con el adelgazamiento de los presupuestos estatales y según criterios empresariales. De manera que los análisis del intercambio cultural no se apoyan en un paradigma consistente, adecuado a la situación de fin de siglo, sino sobre la función de la cultura en la interacción entre todas estas sociedades. Sin pretender ser exhaustivo, voy a referirme a dos narrativas que quizá sean las más influyentes.
1. La inconmensurabilidad ideológica. Este primer relato aparece en debates sobre el libre comercio en América del Norte que tienen en cuenta la cultura y las comunicaciones no sólo como parte de los intercambios económicos sino también como claves para los logros o fracasos de tales interacciones. La compatibilidad en los estilos culturales de desarrollo es considerada un ingrediente básico para realizar cualquier integración multinacional y para que se desenvuelva con éxito. Algunos autores jerarquizan "la similitud en las orientaciones hacia la democracia" y la coincidencia o convergencia de las modalidades de desarrollo económico (R. Inglehart et al., Convergencia en Norteamérica, política y cultura, 1994). Pero dudan acerca de la integración norteamericana, debido a que el predominio de la tradición protestante de Estados Unidos y Canadá habría generado en esas sociedades ciertas virtudes ("trabajo, humildad, frugalidad, servicio y honestidad") que contrastarían con las que la tradición católica habría promovido preferentemente en México ("la recreación, la grandiosidad, la generosidad, la desigualdad y la hombría") (R. Inglehart et al., op. cit.).
Los mismos autores sostienen que quizá tales divergencias históricas no sean tan importantes si pensamos que el proceso de integración, iniciado a mediados de este siglo, favorece la apertura de las sociedades y lleva a aceptar nuevos marcos conceptuales para transformarlas. En los países de Norteamérica la convergencia se lograría al tener intereses compartidos por desarrollar economías de libre mercado y formas políticas democráticas, y dar menor peso a las instituciones nacionales en beneficio de la globalización. Pero sabemos que estos tres puntos supuestamente comunes motivan controversias en las tres naciones: su cuestionamiento se acentuó durante los debates sobre si se firmaba o no el TLC, y en los tres primeros años de su aplicación. Los autores citados, pese a su visión optimista de la liberación comercial, reconocen que ésta "produce oposición política porque atrae claramente la atención hacia dilemas antiguos o de reciente aparición". La agudización de conflictos fronterizos y migratorios en los años recientes pone en evidencia los dilemas culturales irresueltos; por ejemplo, la integración multiétnica, la coexistencia de nuevos migrantes con residentes antiguos, y el reconocimiento pleno de los derechos de las minorías y de las regiones dentro de cada país. El aumento de las relaciones favorecido por la integración está revelando la escasa pertinencia de la narrativa sobre la inconmensurabilidad ideológica.
2. La "americanización” de América Latina y la latinización de E.U. Algunas de estas cuestiones son más consideradas en otra narrativa, con una extensa historia, que examina las relaciones entre estas sociedades como si lo principal fuera la creciente "americanización" de la cultura en los países latinoamericanos y, en sentido inverso, la latinización y mexicanización de algunas zonas de Estados Unidos. Carlos Monsiváis ha escrito que tales preocupaciones son tardías, porque América Latina viene americanizándose desde hace muchas décadas y esta americanización ha sido "las más de las veces fallida y epidérmica" (C. Monsiváis, "De la cultura mexicana en vísperas del Tratado de Libre Comercio", en G. Guevara Niebla y N. García Canclini (eds.), La educación y la cultura ante el Tratado de Libre Comercio, 1994). Admite este autor que el proceso se ha acentuado con la dependencia económica y tecnológica, pero ello no elimina la conservación de una lengua diferente en México –por más palabras inglesas que se incorporen–, ni la fidelidad a tradiciones religiosas, gastronómicas, y formas de organización familiar diferentes de las de Estados Unidos. Por otra parte, también toma en cuenta –como otros– las crecientes migraciones de mexicanos hacia Estados Unidos, que influyen en la cultura política y jurídica, los hábitos de consumo y las estrategias educativas, artísticas y comunicacionales de estados como California, Arizona y Texas. Sin embargo, la discriminación, las deportaciones, la exclusión cada vez más severa de muchos migrantes latinos de los beneficios del "american way of life" vuelven cada vez más conflictiva la presencia de "hispanos": al menos, no permiten pronosticar un avance limitado y unidireccional de los grupos mexicanos y latinoamericanos en Estados Unidos, ni permiten asegurar que la cultura latina vaya a trascender su lugar periférico dentro de este país.
¿Proveen los estudios culturales un paradigma científicamente más válido para superar el carácter insatisfactorio de estas narrativas? (Quiero aclarar que tomo en bloque, bajo la denominación de estudios culturales, vastos conjuntos de trabajos que, si bien poseen los rasgos antes señalados, presentan diferencias entre los practicantes estadounidenses y latinoamericanos, así como dentro de cada región. No tengo espacio aquí más que para remitir a textos en que varios autores distinguimos tales variaciones: J. Beverley, "Estudios culturales y vocación política" (Revista de crítica cultural, N. 12, 1996); N. García Canclini, Culturas en globalización (1996); L. Grossberg et al, Cultural studies (1992); F. Jameson, "Conflictos interdisciplinarios en la investigación sobre cultura" (Alteridades, N. 5, 1993); N. Richard, "Signos culturales y mediaciones académicas" (B. González, Cultura y tercer mundo, 1996); G. Yúdice, "Tradiciones comparativas de estudios culturales: América Latina y Estados Unidos" (Alteridades, N. 5, 1993).
Tanto la perspectiva transdisciplinaria de los estudios culturales como algunas investigaciones empíricas, y por supuesto la intensificación de intercambios comunicacionales, económicos y migratorios entre Estados Unidos y América Latina, han mejorado el conocimiento recíproco entre estas sociedades. Se diferencian con más cuidado sus diversas regiones y sectores y, por lo tanto, se van superando las definiciones difusas de las identidades nacionales, que las conciben como esencias atemporales y autocontenidas "amenazadas" por el contacto con "los otros". Al ofrecer visiones más profundas de la multiculturalidad y sus diferencias, de la desterritorialización y la reterritorialización, los estudios culturales permiten retrabajar la información sobre la inconmensurabilidad ideológica entre las sociedades, y sobre la americanización y la latinización.
Pese a estos avances conceptuales y empíricos, no puede afirmarse que los estudios culturales constituyan ya un paradigma coherente y consistente (L. Grossberg et al. op. cit.; F. Jameson, op. cit.). En cierto modo, ofrecen también una narrativa, o varias en conflicto, con divergencias acerca del modo de estudiar la cultura y su relación con los contextos sociales. De acuerdo con la afirmación de Frederic Jameson de que los estudios culturales son menos "una disciplina novedosa" que el intento de "construir un bloque histórico", pueden interpretarse las contribuciones de esta corriente al intercambio América Latina-EstadosUnidos como la narrativa más avanzada, con mejor elaboración crítica, pero aún dependiente de los proyectos socioculturales y políticos con que se tratan de encarar las contradicciones. Me refiero a las contradicciones entre lo local, lo nacional y lo global, entre el multiculturalismo hegemónico y el de las minorías en Estados Unidos, entre las concepciones oficiales de la pluriculturalidad en América Latina y las posiciones de los sectores que no se sienten representados por ellas.
Como parte de este proceso, los estudios culturales configuran hoy un ámbito clave de interlocución entre los especialistas de la cultura estadounidense y latinoamericana y, por tanto, pueden examinarse como un espacio de elaboración intelectual de los intercambios entre ambas culturas. Pero para que esta elaboración avance con rigor es necesario trabajar sobre las divergencias teóricas y las inconsistencias epistemológicas responsables de que no pueda hablarse en los estudios culturales de paradigmas o modelos científicos sino de narrativas. Cuando menciono paradigmas o modelos no estoy regresando al cientificismo que postulaba un saber de validez universal, cuya formalización abstracta lo volvería aplicable a cualquier sociedad y cultura. Pero tampoco me parece satisfactoria la complacencia posmoderna que acepta la reducción del saber a narrativas múltiples. No veo por qué abandonar la aspiración de universalidad del conocimiento, la búsqueda de una racionalidad interculturalmente compartida que dé coherencia a los enunciados básicos y los contraste empíricamente. Ha sido este tipo de trabajo el que ha puesto de manifiesto que diferentes culturas poseen lógicas y estrategias diferentes para acceder a lo real y validar sus conocimientos, más intelectuales en algunos casos, más ligadas a la "sensibilidad" y a la "imaginación" en otros. Pero creo que el relativismo antropológico que se queda en un simple reconocimiento desjerarquizado de estas diferencias ha mostrado suficientes limitaciones como para que no nos instalemos en él. La necesidad de construir un saber válido interculturalmente se vuelve más imperiosa en una época en que las culturas y las sociedades se confrontan todo el tiempo en los intercambios económicos y comunicacionales, las migraciones y el turismo. Precisamos desarrollar políticas ciudadanas que se basen en una ética transcultural, sostenida por un saber que combine el reconocimiento de diferentes estilos sociales con reglas racionales de convivencia multiétnica y supranacional.



Revisiones teóricas


a) Un primer requisito para trabajar en esta dirección es redefinir el objeto de los estudios culturales: de la identidad a la heterogeneidad y la hibridación multiculturales. Ya no basta con decir que no hay identidades caracterizables por esencias autocontenidas y ahistóricas, e intentar entenderlas como las maneras en que las comunidades se imaginan y construyen historias sobre su origen y desarrollo. En un mundo tan interconectado, las sedimentaciones identitarias (etnias, naciones, clases) se reestructuran en medio de conjuntos interétnicos, transclasistas y transnacionales. Las maneras diversas en que los miembros de cada etnia, clase y nación se apropian de los repertorios heterogéneos de bienes y mensajes disponibles en los circuitos transnacionales genera nuevas formas de segmentación. Estudiar procesos culturales es, por esto, más que afirmar una identidad autosuficiente, conocer formas de situarse en medio de la heterogeneidad y entender cómo se producen las hibridaciones.
Si bien aquí me interesa destacar el argumento teórico, quiero recordar la tesis de David Theo Goldberg acerca de que "la historia del monoculturalismo" muestra cómo los pensamientos centrados en la identidad y la diferencia conducen a menudo a políticas de homogeneización fundamentalista. Por lo tanto, convertir en concepto eje la heterogeneidad es no sólo un requisito de adecuación teórica al carácter multicultural de los procesos contemporáneos, sino una operación necesaria para desarrollar políticas multiculturales democráticas y plurales, capaces de reconocer la crítica, la polisemia y la heteroglosia.
b) En segundo lugar, pensar los vínculos entre cultura, sociedad y saber, no sólo en relación con las diferencias sino con la desigualdad, requiere ocuparse de la totalidad social. No estoy hablando de las nociones compactas de totalidad pseudouniversalistas y en realidad etnocéntricas, por ejemplo las hegelianas o marxistas, sino de las modalidades abiertas de interacción transnacional que propicia la globalización económica, política y cultural.
En este punto, cabe señalar una diferencia significativa entre los estudios culturales de Estados Unidos y los de América Latina. Me parece que la discrepancia clave entre la multiculturalidad estadounidense y lo que en América Latina más bien se ha llamado pluralismo o heterogeneidad cultural reside en que, como explican varios autores, en Estados Unidos "multiculturalismo significa separatismo" (R. Hughes, Culture of Complaint. The Fraying of America, 1993; Ch. Taylor, "The Politics of Recognition", en D. T. Goldberg (ed.), Multiculturalism: A critical reader, 1994; M. Walzer, "Individus et communautés: les deux pluralismes", en Esprit, junio, 1995). De acuerdo con Peter McLaren, conviene distinguir entre un multiculturalismo conservador, otro liberal y otro liberal de izquierda. Para el primero, el separatismo entre las etnias se halla subordinado a la hegemonía de los WASP y su canon que estipula lo que se debe leer y aprender para ser culturalmente correcto. El multiculturalismo liberal postula la igualdad natural y la equivalencia cognitiva entre razas, en tanto el de la izquierda explica las violaciones de esa igualdad por el acceso inequitativo a los bienes. Pero sólo unos pocos autores, entre ellos McLaren, sostienen la necesidad de "legitimar múltiples tradiciones de conocimiento" a la vez, y hacer predominar las construcciones solidarias sobre las reivindicaciones de cada grupo. Por eso, pensadores como Michael Walzer expresan su preocupación porque "el conflicto agudo hoy en la vida norteamericana no opone el multiculturalismo a alguna hegemonía o singularidad", a "una identidad norteamericana vigorosa e independiente", sino "la multitud de grupos a la multitud de individuos..." "Todas las voces son fuertes, las entonaciones son variadas y el resultado no es una música armoniosa –contrariamente a la antigua imagen del pluralismo como sinfonía en la cual cada grupo toca su parte (pero ¿quién escribió la música?)– sino una cacofonía" (M. Walzer, op. cit.).
En América Latina, las relaciones entre cultura hegemónica y heterogeneidad se desenvolvieron de otro modo. Lo que podría llamarse el canon en las culturas latinoamericanas debe históricamente más a Europa que a Estados Unidos y a nuestras culturas autóctonas, pero a lo largo del siglo XX combina influencias de diferentes países europeos y las vincula de un modo heterodoxo formando tradiciones nacionales. Autores como Jorge Luis Borges y Carlos Fuentes dan cita en sus obras a las tradiciones de sus sociedades de origen junto a expresionistas alemanes, surrealistas franceses, novelistas checos, italianos, irlandeses, autores que se desconocen entre sí, pero que escritores de países periféricos, como decía Borges, exagerando, "podemos manejar" "sin supersticiones", con "irreverencia". Si bien Borges y Fuentes podrían ser casos extremos, encuentro en los especialistas en humanidades y ciencias sociales, y en general en la producción cultural de nuestro continente, una apropiación híbrida de los cánones metropolitanos y una utilización crítica en relación con variadas necesidades nacionales. De un modo análogo puede hablarse de la ductilidad hibridadora de los migrantes, y en general de las culturas populares latinoamericanas. Además, las sociedades de América Latina no se formaron con el modelo de las pertenencias étnico-comunitarias, porque las voluminosas migraciones extranjeras en muchos países se fusionaron en las nuevas naciones. El paradigma de estas integraciones fue la idea laica de república, con una apertura simultánea a las modulaciones que ese modelo francés fue adquiriendo en otras culturas europeas y en la constitución estadounidense.
Esta historia diferente y desigual de Estados Unidos y de América Latina hace que no predomine en los países latinoamericanos la tendencia a resolver los conflictos multiculturales mediante políticas de acción afirmativa. Las desigualdades en los procesos de integración nacional engendraron en América Latina fundamentalismos nacionalistas y etnicistas, que también promueven autoafirmaciones excluyentes –absolutizan un solo patrimonio cultural, que ilusamente se cree puro– para resistir la hibridación. Hay analogías entre el énfasis separatista, basado en la autoestima como clave para la reivindicación de los derechos de las minorías en Estados Unidos, y algunos movimientos indígenas y nacionalistas latinoamericanos que interpretan maniqueamente la historia colocando todas las virtudes del lado propio y atribuyendo la falta de desarrollo a los demás. Sin embargo, no fue la tendencia prevaleciente en nuestra historia política. Menos aún en este tiempo de globalización que vuelve más evidente la constitución híbrida de las identidades étnicas y nacionales, y la interdependencia asimétrica, desigual, pero insoslayable en medio de la cual deben defenderse los derechos de cada grupo. Por eso, movimientos que surgen de demandas étnicas y regionales, como el zapatismo de Chiapas, sitúan su problemática particular en un debate sobre la nación y sobre cómo reubicarla en los conflictos internacionales. O sea, en una crítica general sobre la modernidad (S. Zermeño, La sociedad derrotada. El desorden mexicano de fin de siglo, 1996). Difunden sus reivindicaciones por los medios masivos de comunicación, por internet, y disputan así esos espacios en vista de una inserción más justa en la sociedad civil.
Los estudios culturales latinoamericanos que me parecen más fecundos (por ejemplo R. Bartra, La jaula de la melancolía, 1987; B. Sarlo, Escenas de la vida posmoderna, 1994) analizan las injusticias en las políticas de representación, pero en vez de enfrentarlas mediante el separatismo de la acción afirmativa, ubican las demandas insatisfechas como parte de la necesaria reforma del Estado-nación. En tanto las reivindicaciones de los ofendidos y los estudios que las interpretan se canalizan de este modo, muestran su propósito de hacer conmensurable la heterogeneidad y volverla productiva.



¿Desde dónde hablan los estudios culturales?


Esta diferencia en los modos de concebir la multiculturalidad depende de los lugares de enunciación o los puestos de observación de los investigadores. En el pensamiento norteamericano se hallan constantes cuestionamientos a las concepciones universalistas que han contrabandeado, bajo apariencias de objetividad, las perspectivas coloniales, occidentales, masculinas, blancas y de otros sectores. Algunas de estas críticas desconstruccionistas han sido elaboradas también en las ciencias sociales y las humanidades latinoamericanas: pensadores nacionalistas, marxistas y otros asociados a la teoría de la dependencia plantearon objeciones semejantes a teorías sociales y culturales metropolitanas y utilizaron creativamente, desde la década del sesenta, las obras de Gramsci y Fanon, que en los últimos años los cultural studies estadounidenses –y algunos latinoamericanistas– proponen como novedades sin ninguna referencia a las reelaboraciones hechas en América Latina de tales autores, con objetivos análogos. En otros aspectos, como los aportes del pensamiento feminista a los estudios culturales, su desarrollo es débil en casi todos los principales especialistas latinoamericanos, aunque el diálogo más fluido con la academia anglosajona está reequilibrando un poco esta carencia (H. Buarque, "O estranho horizonte da crítica feminista no Brasil", en C. Rincón, et al. Nuevo texto crítico, N. 14-15, 1995).
No puedo extenderme aquí en una cuestión polémica y compleja, pero su importancia me anima a concluir señalándola. Después de haberse atribuido en los años sesenta y setenta poderes especiales para generar conocimientos "más verdaderos" a ciertas posiciones sociales (colonizados, subalternos, obreros y campesinos) ahora muchos pensamos que no existen tales poderes, que eran una ilusión que la historia se ha encargado de desvanecer.
En concordancia con el desplazamiento teórico sugerido antes –de la identidad a la heterogeneidad y la hibridación–, considero que el especialista en cultura gana poco estudiando el mundo desde identidades parciales (metrópolis, naciones periféricas o poscoloniales, élites, grupos subalternos, disciplinas aisladas) sino desde las intersecciones.
Adoptar el punto de vista de los oprimidos o excluidos puede servir, en la etapa de descubrimiento, para generar hipótesis o contrahipótesis, para hacer visibles campos de lo real descuidados por el conocimiento hegemónico. Pero en el momento de la justificación epistemológica conviene desplazarse entre las intersecciones, en las zonas donde las narrativas se oponen y se cruzan. Sólo en esos escenarios de tensión, encuentro y conflicto es posible pasar de las narraciones sectoriales (o francamente sectarias) a la elaboración de conocimientos capaces de deconstruir y controlar los condicionamientos de cada enunciación.
Esto implica pasar también de concebir los estudios culturales sólo como un análisis hermenéutico a un trabajo científico que combine la significación y los hechos, los discursos y sus arraigos empíricos. En suma, se trata de construir una racionalidad que pueda entender las razones de cada uno y la estructura de los conflictos y las negociaciones.
En la medida en que el especialista en estudios culturales quiere realizar un trabajo científico consistente, su objetivo final no es representar la voz de los silenciados sino entender y nombrar los lugares donde sus demandas o su vida cotidiana entran en conflicto con los otros. Las categorías de contradicción y conflicto están, por lo tanto, en el centro de esta manera de concebir los estudios culturales. Pero no para ver el mundo desde un solo lugar de la contradicción sino para comprender su estructura actual y su dinámica posible. Las utopías de cambio y justicia, en este sentido, pueden articularse con el proyecto de los estudios culturales, no como prescripción del modo en que deben seleccionarse y organizarse los datos sino como estímulo para indagar bajo qué condiciones (reales) lo real pueda dejar de ser la repetición de la desigualdad y la discriminación, para convertirse en escena del reconocimiento de los otros. Retomo aquí una propuesta de Paul Ricoeur cuando, en su crítica al multiculturalismo norteamericano, sugiere pasar del énfasis sobre la identidad a una política de reconocimiento. "En la noción de identidad hay solamente la idea de lo mismo, en tanto reconocimiento es un concepto que integra directamente la alteridad, que permite una dialéctica de lo mismo y de lo otro. La reivindicación de la identidad tiene siempre algo de violento respecto del otro. Al contrario, la búsqueda del reconocimiento implica la reciprocidad" (P. Ricoeur, La critique et la conviction: entretien avec F. Azouvi et M. Launay, 1995).
Aun para producir bloques históricos que promuevan políticas contrahegemónicas (J. Beverly, op. cit.) –interés que comparto– es conveniente distinguir entre conocimiento, acción y actuación; o sea, entre ciencia, política y teatro. Un conocimiento descentrado de la propia perspectiva, que no quede subordinado a las posibilidades de actuar transformadoramente o de dramatizar la propia posición en los conflictos, puede ayudar a comprender mejor las múltiples perspectivas en cuya interacción se forma cada estructura intercultural. Los estudios culturales, entendidos como estudios científicos, pueden ser ese modo de renunciar a la parcialidad del propio punto de vista para reivindicarlo como sujeto no delirante de la acción política.

Néstor García Canclini,"El malestar en los estudios culturales", Fractal n° 6, julio-septiembre, 1997, año 2, volumen II, pp. 45-60.

Thursday, July 28, 2005

no lugares



NO-LUGARES Y ESPACIO PÚBLICO
Marc Augé
Las nociones de no-lugar y de espacio público pueden definirse por oposición a aquellas de las que obtienen su sentido: es posible oponer no-lugar a lugar, espacio público a espacio privado. Estas dos oposiciones comparten, sin embargo, su carácter relativo. Si se define el espacio público no como un espacio delimitado y balizado en la superficie de la tierra, sino como el espacio eventualmente metafórico donde se forma la opinión pública, se puede admitir paralelamente que el espacio privado en sentido literal -el de la familia, por ejemplo, que se concreta en una casa o en un apartamento- sea un lugar en el que la opinión pública pueda expresarse, dar lugar al debate. Las parejas no tienen siempre las mismas opiniones, los padres y los hijos todavía menos. Si se define el no-lugar no como un espacio empíricamente identificable (un aeropuerto, un supermercado o una pantalla de televisión), sino como el espacio creado por la mirada que lo toma por objeto, es posible admitir que el no-lugar de unos (un aeropuerto para los pasajeros en tránsito) es lugar para otros (aquellos que trabajan en el mismo aeropuerto).
Por otro lado, es precisamente porque en ambos casos la primera noción (espacio público, no-lugar) es ambivalente, que su oposición a la segunda es relativa. Cabe detenerse por un instante en esta ambivalencia. El espacio público, en su primer sentido, es el espacio institucional en el cual se elabora la opinión pública (la prensa, por ejemplo); aunque evidentemente este «espacio» puede ocupar un sitio en el espacio privado en sentido estricto (sobre el mueble del vestíbulo o sobre la mesa del salón) y puede suscitar debates en el interior de ese espacio. Lo inverso resulta menos cierto: el espacio privado, en el sentido de espacio eventualmente metafórico en el interior del cual se tratan asuntos privados, rara vez se proyecta sobre el espacio público -entendido en un sentido estrictamente espacial. Cuando esto sucede, como en el caso Clinton/Lewinsky, provoca incomodidad, y, al mismo tiempo plantea una serie de interrogantes: el salón oval de la Casa Blanca ¿es un espacio privado o un espacio público? El mismo caso Lewinsky, ¿es privado o público? Para simplificar, llamaremos espacio público al espacio del debate público (que puede tomar formas diversas y no siempre empíricamente espaciales) y espacio de lo público a los espacios donde efectivamente, de forma empírica, se produce el cruce y el encuentro entre unos y otros y donde, eventualmente, estos debaten. Distinguiremos igualmente el espacio privado (el de los asuntos privados) y el espacio de lo privado (en el sentido estrictamente espacial de la residencia privada).
El no-lugar posee la misma ambivalencia: como el lugar, puede ser subjetivo u objetivo. Sin embargo, no es posible establecer un paralelismo estricto entre las parejas espacio público / espacio privado y no-lugar/lugar, ya que el espacio público posee una definición positiva y el no-lugar no. Es preciso partir del lugar (del lugar ideal donde se expresan la identidad, la relación y la historia) para definir el no-lugar como el espacio donde nada de ello se expresa. Con todo, no obstante, existe la posibilidad de que se cree lugar en el no-lugar. Se trata entonces de un lugar subjetivo y, aún más, de los vínculos simbólicos que se manifiestan en el espacio concreto del no-lugar: como las relaciones de camaradería entre colegas en el despacho de un aeropuerto, por ejemplo. Se puede admitir también, inversamente, que el no-lugar pueda proyectarse en el lugar y subvertirlo. Pero la manifestación de esta alteración es entonces una transformación material y física del espacio -una ciudad pequeña ilumina su centro histórico para atraer turistas a la vez que una vía rápida de circunvalación permite rodearla, los supermercados se instalan fuera de la ciudad intra muros y descentralizan la actividad, las viviendas particulares se erizan de antenas de televisión y parabólicas, dejando entrever cómo sus habitantes son arrastrados por el flujo de imágenes globalizadas. La objetividad del no-lugar transforma el lugar subjetivo y los vínculos simbólicos entre unos y otros.
Llamemos lugar objetivo al espacio donde se inscriben marcas objetivas de identidad, de relación y de historia (monumento a los caídos, iglesia, plaza pública, escuela,...) y lugar simbólico a los modos de relación con los otros que prevalecen en él (residencia, intercambio, lenguaje); no-lugar objetivo a los espacios de circulación, comunicación y consumo, y no-lugar subjetivo a los modos de relación con el exterior que prevalecen en él: paso, señalización, código. La oposición más explícita se dará entonces entre el agora, como espacio público y espacio de lo público (espacio materializado del debate público), y la autopista o el supermercado, como no-lugar materializado de la errancia singular y consumista.
Lo que nos sugiere finalmente la comparación entre estas parejas de oposiciones ellas mismas desemparejables, es que el espacio público, como lugar de elaboración del debate público, no puede encontrar su sitio en los no-lugares contemporáneos si no es a costa de una distorsión o evolución del sentido del adjetivo público. Se nos dice, por ejemplo, que la televisión se ha convertido en la nueva ágora, el lugar donde se explican los hombres políticos, donde se les interpela, donde los periodistas y los políticos debaten, y donde se nos informa sobre el estado de la opinión (ya que la televisión, junto con la prensa escrita, establece el estado de los «barómetros de opinión», de las «encuestas de opinión» sobre tal tema o tal otro, de las «reacciones de la opinión» a ésta o aquella iniciativa, a tal o cual declaración, de las intenciones de voto, etc.). Pero lo que se sobrentiende en este desplazamiento del ágora a la pantalla es una especie de escisión en la persona del telespectador entre lo que éste es en su vida pública, profesional, y lo que es como consumidor de información. Como consumidor de información tiene derecho, como los demás, a la cortesía sonriente de los presentadores que lo miran sin verlo y lo adulan en su esencia genérica. «Son ustedes formidables y generosos», puede escuchar a la menor ocasión (cuando, por ejemplo, un porcentaje importante de telespectadores han aportado su óbolo a la telemaratón). «El 50 % de ustedes cree que nuestra cadena es la mejor. Gracias.» Y resulta legítimo, en efecto, pensar que se forma parte de ese 50 % ya que, justamente, se está accediendo a esa información en esa misma cadena y recibiendo los agradecimientos. No se trata pues de que uno no pueda emitir su opinión, expresar su acuerdo o su desacuerdo. Se trata de que no es interpelado, de que es considerado sólo en tanto que espectador, no como aquello que también es cuando no mira la televisión en el salón o en una habitación de su casa. Tal vez sea funcionario, transportista, médico, criador de bovino, un personaje de aquellos en los que de vez en cuando se centra la actualidad, pero frente a la pantalla forma tan sólo parte del público en un sentido teatral del término. La opinión pública es hoy, en gran medida, la opinión del público en el sentido teatral del término.
En cuanto a esa opinión en sí misma, no nace, evidentemente, de la discusión, sino de la información. Los especialistas nos hacen saber lo que hemos pensado de la última intervención del presidente antes de que hayamos tenido tiempo, como se suele decir, de formarnos una opinión. La evolución del lenguaje resulta significativa en este sentido. Para decir que el 60 % de los franceses, según un sondeo, piensan esto o aquello, se dirá más bien: «Sois un 60 % los que pensáis que...», lo que constituye una expresión más embargadora, tanto más cuanto uno, de hecho, no ha sido encuestado y no tiene por qué tener necesariamente un respuesta simple a la pregunta que ha sido planteada. O también: «Los franceses, en un 60 %, piensan que...», lo que es prácticamente una manera de ignorar al 40 % restante.
Cuando decimos, entonces, que en la actualidad el espacio público, a través los media, se proyecta en el espacio privado, pensamos en un espacio público muy particular. Un espacio público prefabricado que en apariencia se propone a nuestra consideración, del que incluso pueden presentársenos varios os, varias versiones, pero que se nos expone del mismo modo en que se presenta una obra de teatro a los espectadores, al público. No somos autores de la puesta de escena, se nos reclama simplemente de vez en cuando para decir lo que pensamos, o tal vez se nos invita a escoger entre una u otra interpretación, un director de escena u otro. Hasta con frecuencia se nos informa de la elección que hemos hecho antes incluso de habernos pronunciado.
La oposición entre lugar y no-lugar nos ayuda a comprender que la frontera entre lo público y lo privado se ha desplazado e incluso ha desaparecido, y, sobre todo, que el espacio público se ha convertido en buena medida en un espacio de consumo: la opinión pública se expresa sobre cuestiones políticas del mismo modo en que reacciona frente a la aparición de un nuevo producto. Es pasiva, en este sentido, de la misma manera que es pasivo el individualismo contemporáneo, el individualismo del consumidor, en contraste con el individualismo del emprendedor en la ideología del primer capitalismo. El espacio de lo privado puede acoger este tipo de consumo y devenir una especie de no-lugar individual. No resulta extraño, por ello, que se esté hablando de la posibilidad de votar desde casa en un futuro cercano, a través del ordenador y por correo electrónico. Se completaría, de este modo, un doble movimiento: vuelco del espacio público en el espacio de lo privado y transformación del espacio de lo público en no-lugares susceptibles de acoger la errancia de las soledades singulares. Doble movimiento que llevaría a una deslocalización generalizada: no habría a fin de cuentas más lugares identitarios, ni públicos, ni privados. Ni lugar para el debate.
Sedentarismo y circulación
Evidentemente, no se evoca aquí más que una posibilidad, una virtualidad o, en otras palabras, una fuerte tendencia de nuestras sociedades. Todavía existe una prensa de opinión, hay partidos y militantes, sindicatos, asociaciones, grupos diversos que pesan activamente sobre el estado de opinión; hay todavía manifestaciones, huelgas, marchas que transforman la ciudad en escenario de reivindicación y protesta. Con una intuición notable, los manifestantes golpean hoy a la sociedad en su punto débil y vital: nos referimos a las «operaciones caracol», barreras en las autopistas que buscan ralentizar o bloquear la circulación. Parar el tráfico para dejarse oír: la irrupción del espacio público en la materialidad del no-lugar. Esta irrupción es violenta incluso si se produce pacíficamente, porque pone en evidencia una contradicción o una ambigüedad del sistema que ordena las sociedades: el hecho de que nunca se ha circulado tanto como desde que se ha fijado a cada cual a su residencia, se ha invitado a la gente a quedarse en casa, a teletrabajar, a telecomunicarse, a teledistraerse y, tal vez pronto, puesto que la ografía se ha apoderado de la cibernética, a telefornicar.
Esta aparente contradicción tiene sus causas. La sociedad de consumo debe hacer circular los productos a consumir, entre los que se incluyen los televisores, los ordenadores y los teléfonos móviles que podrían dispensarnos de todo desplazamiento. Si a esto le añadimos que todo puede ser consumido y que con este fin el mundo se ha convertido en espectáculo, entonces habrá que desplazarse para ir a verlo: este mismo desplazamiento es ya un forma de consumo. El sistema muestra y comprueba sus límites inventando los medios para visitar sin moverse. En las agencias de viajes mejor equipadas puede realizarse un viaje virtual por ordenador antes de realizar el viaje real. La contradicción desaparece parcialmente desde el momento en que nace en el viajero-consumidor el deseo de realizar él mismo las imágenes, las reproducciones. Éste no verá el espectáculo de la naturaleza o de la arquitectura más que a través del visor de su cámara, pero podrá, a la vuelta, reencontrar la imagen -una imagen de la que él será el autor, de la que él se apropiará y a la que encontrará un lugar en su vida privada. En definitiva, no sólo la producción, sino también y sobre todo la gestión y la venta necesitan siempre de una mano de obra llamada a desplazarse del lugar donde habita al lugar de trabajo. Esta misma necesidad suscita por sí misma dos iniciativas significativas.
Por un lado, los medios de transporte se equipan; unos (los coches privados) se convierten en una especie de habitáculos personales, en pequeñas habitaciones; otros (autocares, trenes rápidos, aviones) en una especie de no-lugares ambulantes. Estar en el vehículo propio es estar todavía en casa, en él se tienen algunos objetos fetiche, se escucha la música preferida o las noticias, se puede telefonear y pronto, sin duda, recibir mensajes de todo tipo. El coche reproduce la ambivalencia de un espacio de lo privado abierto sobre el espacio público. En el avión, el pasajero puede, evidentemente, llevar consigo sus propios instrumentos de trabajo, en especial el ordenador que le sirve de memoria; todo está pensado para que se sienta tan cerca del aeropuerto que acaba de dejar como de aquél hacia el que se dirige: televisión, publicidad, noticias y tiendas libres de impuestos aseguran en vuelo la continuidad del no-lugar. Por otro lado, las migraciones permiten abastecer con mano de obra los empleos desdeñados por los más afortunados. Esta división se expresa también en sentido inverso, a escala planetaria, en las políticas de deslocalización: para unos el trabajo, para otros las acciones.
La circulación de bienes, de servicios, de imágenes y, de manera mucho más restringida, de personas, no es pues la excepción, sino el corazón o el motor del sistema de consumo sedentario. Su espacio es el mundo entero, el planeta, aún cuando los puntos de destinos puedan ser locales o incluso microlocales, puesto que, como se sabe, hoy en día se encuentran los mismos productos en los pueblos más remotos de Europa o de los Estados Unidos que en Madrid, Roma, París o Washington, puesto que las mismas películas distribuidas por las mismas grandes redes pueden verse en todos los cines del planeta, incluso en las salas de provincias, y, evidentemente, en casa, todos los programas de las cadenas de televisión y las informaciones difundidas por compañías que como la CNN están ubicadas en todos los países. Es en este punto, a mi parecer, en el que la aparente contradicción entre sedentarismo y circulación encuentra su solución o, mejor dicho, su explicación. Ésta se sustenta en una expresión («cambio de escala»), que denota una realidad que no puede obviarse si se pretende plantear hoy la cuestión del espacio público, especialmente en relación con la oposición lugar/no-lugar.
El espacio local, regional o nacional ya no es la referencia pertinente para comprender lo asuntos clave de la actualidad. Es cierto que los individuos están ligados, digan lo que digan, a las peripecias políticas de sus países respectivos (un folletín que siguen desde hace tiempo y que conocen bien), pero saben que lo esencial pasa en el exterior, o más exactamente, que lo que pasa en el interior sólo adquiere sentido en un entorno más amplio. Para los hombres poderosos, los políticos y los científicos, algunos puntos del globo cuentan más que otros y dibujan la red de sus relaciones apropiadas. El espacio público engloba para ellos esta pluralidad de referencias. El presidente Clinton dijo una vez, en esencia, que cada vez más los acontecimientos del planeta le parecían asuntos internos; pronunciada por él, la frase tal vez tenía connotaciones imperialistas, pero también daba cuenta de un cambio de escala y de un desplazamiento de los indicadores a los que todos somos sensibles.
Este cambio es reconocible en el espacio. Si se piensa en la geometría clásica del espacio social, se descubre rápidamente que en la actualidad está escamoteada, prácticamente denegada. El umbral, la frontera entre el espacio privado y el espacio público, se ha reforzado, hecho que atestigua el repliegue sobre la vida privada. Este repliegue adopta un carácter defensivo en forma de puertas blindadas y códigos digitales; puede llegar hasta la constitución de fortalezas protegidas por puentes levadizos electrónicos; barrios privados como las ciudades privadas desde la que es posible comunicarse con el mundo entero, pero no con los barrios o ciudades vecinas. En Sudamérica, por ejemplo, resulta fácil leer el enfrentamiento entre ricos que se enriquecen y pobres que empobrecen. La geometría se torna símbolo.
La encrucijada, el lugar de encuentro, lugar dedestacado de las mitologías, objeto de las simbolizaciones más activas y sofisticadas, ha sido eliminado en los grandes sistemas de autopistas, donde los cruces a distintos niveles previenen de cualquier encuentro molesto. El mercado, que Hermes protegía al igual que las encrucijadas, deja sitio al supermercado, cubierto, a veces subterráneo, en el que nada se intercambia ni se negocia y que, por tanto, no es ya un lugar de encuentro: se circula de un pasillo a otro y no se dialoga si no es con las etiquetas. Es clara la oposición entre estos supermercados y los mercados que todavía subsisten en algunas ciudades históricas.
En el sistema global, la plazas son financieras y los mercados, bursátiles. Estas plazas y estos mercados son en efecto lugares de encuentro, de oferta y demanda. Pero lo son a escala del planeta y sólo existen, a los ojos del común de los mortales, a través de las informaciones que de ellos recibe. No es posible ignorar sin embargo que, alentados por los poderes públicos, los individuos interesados en la evolución de la Bolsa y el mercado son cada vez más numerosos. En este sentido, la geografía y geometría del mercado mundial recomponen y amplían el espacio público, pero se trata de un espacio en el que no debaten ni se enfrentan más que algunos iniciados: los pequeños accionistas, como se les llama, son unos consumidores todavía más pasivos que los del supermercado.
De la violencia a la utopía
La palabra violencia goza hoy de gran actualidad, a pesar de todas las consideraciones que puedan hacerse sobre la uniformización del mundo, consideraciones que parecen hacerse eco del ordenamiento monótono y frío de los no-lugares (arquitectura de vidrio, regueros de coches a lo largo de las autopistas, noches iluminadas, enormes aviones de transporte despegando y aterrizando, ronda de satélites alrededor del globo). En contraste, violencias de todos los géneros: violencias urbanas (frecuentes asesinatos entre pobres en las megalópolis); violencias en cierto número de países pobres acerca de los cuales resulta difícil comprender algo desde el exterior; violencias de rostro religioso, violencias integristas, nacionalistas, racistas; violencia del sistema mundial que parece ratificar, a pesar de las buenas palabras, la diferencia creciente entre ricos y pobres; violencia judicial en los Estados Unidos, en aquellos estados en los que la silla eléctrica y la inyección letal aparecen como el garante de la paz social; violencia de las guerras esparcidas sobre la superficie del globo y vigiladas con el rabillo del ojo por la gran potencia mundial que no ejerce su derecho de injerencia sino es como último recurso: se diría que el sistema mundial tolera porque le es provechosa una cierta «reserva de violencia», al igual que la economía tolera desde hace tiempo una «reserva de paro» susceptible de calmar los ardores reivindicativos.
Los espacios públicos en los que debatir sobre esta violencia no existen, están fragmentados, desequilibrados. Las instituciones o los mediadores internacionales que los tratan no están relacionados con una forma de opinión pública a escala del planeta. Las cuestiones consideradas en su vertiente técnica en las grandes instancias como la ONU expresan el estado de desequilibrio de un mundo donde los problemas del planeta no pueden ser tratados únicamente por los estados nación, teniendo en cuenta, por otro lado, que éstos no sean pura y simplemente desposeídos de sus prerrogativas por las empresas transnacionales: pensemos en el tabaco, el petróleo, la contaminación o incluso en la ura.
El interés de lo que ha sucedido en Seattle y Porto Alegre reside en que se ha dejado oír un debate de la opinión pública inter y transnacional frente al F.M.I. Sin duda, los diferentes movimientos que han convergido en estas ciudades tenían motivaciones e ideologías diversas, pero esa convergencia ha sido significativa porque ha tratado de establecer relaciones de sentido transnacionales y esbozar una forma de ciudadanía planetaria. A los ojos de los telespectadores del mundo, el principio confuso de un debate se ha esbozado a través de las imágenes de los enfrentamientos y los atropellos. La lección que podemos extraer está clara: la globalización no puede ser abandonada a los expertos y a una muy lejana representación política. De este modo, se esboza la posibilidad y se afirma la necesidad de una nueva utopía planetaria. En ese planeta utópico, que sin embargo es el nuestro, cada cual pertenecerá efectivamente a su región, a su país y a su planeta. Es todavía una utopía, ya que, en el estado actual del mundo, ni todos los países, ni todos los individuos, tienen el mismo peso. Y la diferencia no hace más que crecer. Pero es una utopía necesaria que algunos indicios hacen pensar que tal vez sea posible algún día, cuando las señas de identidad, de relación y de historia existan a escala planetaria. El mundo se convertirá entonces a la vez en un espacio público y en un lugar.
A la espera de ese momento, no podemos más que ser sensibles a ciertas características remarcables del espacio contemporáneo: el parentesco secreto (que da lugar a traducciones estéticas) entre espacios de circulación, comunicación y consumo, que, más allá de que se oculten o reafirmen unos a otros, son investidos por formas estéticas que se parecen (los garajes se parecen a los aeropuertos que se parecen a los hipermercados, etc.). Estos espacios reflejan una nueva organización del mundo, un sistema planetario que busca su estilo, se orienta hacia una nueva repartición del trabajo y trata de regular tanto las diferencias políticas como los flujos migratorios.


¡ALERTA!

Marc Augé
Una serie norteamericana de la época de la guerra fría se llamaba Los Invasores. Su héroe, David Vincent, había asistido una noche al desembarco de seres extraterrestres y había sorprendido su secreto; ese momento inicial era recordado al comienzo de cada nuevo episodio. Por cierto, los invasores se proponían en efecto apoderarse de nuestro planeta al terminar una empresa de sustitución: ocupaban el lugar de los seres humanos a los que hacían desaparecer y reproducían en todas sus particularidades su apariencia y, según creo recordar, había un detalle revelador que permitía a veces a quienes conocían ese dato y, en primer lugar, a David Vincent, distinguir las copias de los originales: a causa de una incomprensible deficiencia de la técnica extraterrestre, el dedo meñique de la mano izquierda de los seres humanos de sustitución permanecía extrañamente rígido. Esos clones venidos de otro planeta poseían además toda la información necesaria sobre la política y la ciencia de los terrícolas (en todo caso, sobre la política y la ciencia de los Estados Unidos, pues el argumento general de la serie parecía dar por sobreentendido que ese país representaba a la vez la quintaesencia y la totalidad de la civilización humana) e información sobre los individuos cuya apariencia física revestían y cuyos rasgos de carácter reproducían. Esta estrategia de sustitución planteaba numerosos problemas a David Vincent porque, por un lado, tropezaba con el escepticismo general de aquellos a quienes se dirigía para informarles del peligro inminente que todos corrían y, por otro lado, porque nunca estaba completamente seguro de la identidad de sus interlocutores. Hasta le ocurría en ocasiones que desenmascaraba a este o aquel de sus aparentes amigos para darse cuenta de pronto (¡siempre por el dedo meñique!) de que el presunto amigo no era más que una añagaza puesta al servicio de la invasión. En aquella época era fácil y sin duda justificado ver en esa serie la expresión de ciertas fantasías norteamericanas y una denuncia metafórica (apenas metafórica) de la presencia comunista que, según se suponía, amenazaba y subvertía la libertad del mundo y la estabilidad de los Estados Unidos bajo la máscara de hombres de ciencia, de artistas o de ciudadanos corrientes aparentemente sanos y patriotas. Pero la fábula era vigorosa y la soledad de su héroe, aumentada cada día por la miopía de unos y la mentira de otros, tenía una dimensión indiscutiblemente trágica. Sin embargo, cada episodio terminaba de una manera más o menos satisfactoria; era menester que la serie continuara. David Vincent se escapaba milagrosamente de las situaciones más peligrosas. En cuanto a los seres extraterrestres, felizmente se mostraban vulnerables a la acción de las pobres armas de fuego que poseían los humanos, pues se licuaban y desaparecían casi instantáneamente por el impacto de las balas. Por consiguiente, la presencia comunista, como se sabe, debía dar muestras de la misma inconsistencia.
¿Por qué evocar esta serie? Porque paradójicamente puede simbolizar otra invasión a toda la Tierra, una invasión generalizada de proporciones sin igual, inadvertida por muchos y subestimada por quienes conocen su existencia. Sus agentes tienen rostros familiares, prestigiosos o anodinos. Creemos conocerlos, cuando en realidad las más de las veces nos contentamos con reconocerlos (“¿No lo he visto a usted en algún programa de televisión”). Esta invasión es la invasión de las imágenes, como lo habrá adivinado el lector, pero se trata en una medida mucho mayor del nuevo régimen de ficción que afecta hoy la vida social, la contamina, la penetra hasta el punto de hacernos dudar de ella, de su realidad, de su sentido y de las categorías (la identidad, la alteridad) que la constituyen y la definen.
Sin pretender tener la misma eficacia que el héroe ya mítico de la serie norteamericana, quisiera yo, lo mismo que él, tratar de poner al descubierto algunos rasgos de la invasión anónima cuyos efectos comenzamos ya a experimentar sin percibir claramente sus causas. Este libro aspira pues a ser una indagación, una indagación antropológica.
Esta no será una investigación exhaustiva. Antes bien se tratará de agrupar algunos hechos percibidos con frecuencia aisladamente y darles así un principio de significación. Se puede lamentar que los niños (y no pocos os) pasen demasiado tiempo frente a la pantalla de la televisión, pero también se puede relativizar el alcance de esta comprobación haciendo notar que el abuso engendra lasitud o que hablar en familia de la emisión de la víspera es también crear sociabilidad. Puede uno mostrar cierto escepticismo o experimentar algún espanto ante la idea de que puedan entablarse idilios en la red Internet, y ante la idea de que nos habituemos a dialogar con interlocutores sin rostro, pero también podemos consolarnos pensando que Internet, lo mismo que el fax, salvan el papel que tenía la escritura. Alternativa y contradictoriamente puede uno sonreír o estremecerse ante las posibilidades de turismo virtual que habrán de ofrecer las imágenes en tres dimensiones que pronto invadirán las pantallas de los ordenadores. Pero también puede uno decirse que después de todo esto no tiene nada de malo y que el gusto de las imágenes nunca ha impedido a nadie pasearse por las realidades que las imágenes reproducen. Puede uno asombrarse por la uniformidad de paisajes y de puntos de vista correspondiente a la extensión de las grandes cadenas hoteleras, de las grandes autopistas o de los aeropuertos internacionales, por la uniformidad del carácter artificial de los parques de diversiones, circenses al uso de los nuevos pequeños burgueses del planeta, pero también puede considerar uno al mismo tiempo que esos estereotipos son el precio que hay que pagar para abrir el mundo a un mayor número de seres humanos. Uno puede... uno puede, en suma, hacer muchas cosas y, por ejemplo, interrogarse sobre la moda de los talk shows de la televisión, enunciar y denunciar, con más o menos rabia, ironía, escepticismo o indulgencia, los ejemplos de mal gusto satisfecho y de desastre estético que se extienden por toda la Tierra, o el retiro verdaderamente insular y creciente de las clases poderosas que se encierran cada vez más en sus mansiones con controles electrónicos, en sus villas reservadas, en sus playas privadas, en sus plazas fuertes y torres de marfil para aislarse de una paradójica “globalización”. Los respectivos objetos de estas diversas comprobaciones pueden causar risa, sonrisa o repugnancia. Pero, sólo una vez identificado el sutil lazo que corre de uno a otro objeto es cuando puede nacer la inquietud.
Ahora bien, poner al descubierto ese lazo es algo que corresponde a la antropología. La antropología social siempre tuvo por objeto, a través del estudio de diferentes instituciones o representaciones, la relación que hay entre dichos objetos, o más exactamente los diferentes tipos de relaciones que cada ura autoriza o impone al hacerlos concebibles y viables, es decir, al simbolizarlos y al instituirlos. Agreguemos que las uras nunca son instancias caídas del cielo, que las relaciones entre los seres humanos siempre han sido el producto de una historia, de luchas, de relaciones de fuerza. La necesidad de que las uras tengan sentido (sentido social concebible y viable) no las convierte en necesidades de naturaleza, por más que a veces asuman dicha apariencia.
Ante las aparentes evidencias de hoy y ante la evidencia que las contradice sin destruirlas, la evidencia de una crisis del sentido - de los símbolos y de las instituciones -, la antropología tiene, diríamos por definición, vocación de interrogarse. Y la hipótesis del antropólogo investigador es la de que las diferentes manifestaciones de la crisis actual tienen algo en común, que esas manifestaciones son ciertamente síntomas diversos pero relacionados de un mismo fenómeno, de una misma agresión.
Para llevar a cabo su investigación y por lo menos para precisar su hipótesis, el antropólogo dispone de algunos medios. La tradición etnográfica occidental se ha interesado por las imágenes, por las imágenes de otros pueblos, por sus sueños, sus alucinaciones, sus cuerpos poseídos. Esta tradición ha observado y analizado la manera en que esas imágenes cobraban todo su sentido en el interior de sistemas simbólicos compartidos, la manera en que esas imágenes se reproducían y a veces se modificaban por obra de la actividad ritual. La antropología se ha interesado por lo imaginario individual, por su perpetua negociación con las imágenes colectivas, por la elaboración de las imágenes, o mejor dicho por la fabricación de objetos (llamados a veces “fetiches") que se presentaban, por un lado, como productores de imágenes y, por otro, como productores del vínculo social. Además, los antropólogos tuvieron la ocasión (a decir verdad, no pudieron escapar a ella) de observar, a través de las situaciones llamadas púdicamente de “contacto ural”, cómo el enfrentamiento de universos imaginarios acompañaba el choque de pueblos, conquistas, colonizaciones; cómo ciertas resistencias, repliegues, esperanzas, cobraban forma en el universo imaginario de los vencidos, afectado sin embargo duraderamente y, en el sentido estricto del término, impresionado por el universo de los vencedores.
En este terreno el antropólogo tiene aliados, en primer lugar los historiadores. Los historiadores, especialmente aquellos que se sitúan de manera más o menos pronunciada en la corriente llamada de la "antropología histórica", han dirigido la mirada a la acción desarrollada por la Iglesia - durante una “larga edad media", según la expresión de Jacques Le Goff - para modificar los sueños y remodelar la imaginación de poblaciones impregnadas de ismo que, por lo demás, aún hoy encuentran recursos de sentido y razones para vivir dentro del encantamiento conservado de su mundo. Los historiadores ivaron también otros campos de investigación, y los antropólogos deben estar reconocidos a aquellos que, al trabajar en México, la América Central y la América del Sur, han podido analizar minuciosamente los efectos complejos del prolongado asalto lanzado por las imágenes cristianas contra las uras que formaban también ellas la parte bella de la imagen
En el dominio de la imagen, de su producción, de su recepción, de su influencia, de su relación con los sueños, con las ensoñaciones, con la creación y la ficción, otras disciplinas evidentemente desempeñan un papel esencial. El psicoanálisis, en todo caso Freud, y la semiología, sobre todo cuando se presenta como una prolongación de la interrogación psicoanalítica, son en este campo los aliados naturales de la antropología.
Poco antes hablé de un “nuevo régimen de ficción”. La verdad es que la imagen no es lo único que cuenta en la observación del cambio que estamos hoy invitados a establecer. Más exactamente, lo que ha cambiado son las condiciones de circulación entre lo imaginario individual (por ejemplo, los sueños), lo imaginario colectivo (por ejemplo, el mito) y la ficción (literaria o artística, puesta en imagen o no). Ahora bien, precisamente porque las condiciones de circulación entre estos diferentes polos han cambiado, debemos reinterrogarnos sobre el estatuto actual de lo imaginario. Puede plantearse la cuestión de la amenaza que hace pesar sobre lo imaginario la “ficcionalización” sistemática de que es objeto el mundo. Y esta operación depende ella misma de una relación de fuerzas muy concreta, muy perceptible, pero cuyos términos no son fáciles de identificar. Para decirlo brevemente, todos nosotros tenemos la sensación de estar colonizados, pero sin saber precisamente por quién; el enemigo no es fácilmente identificable y nosotros aventuraremos la hipótesis de que esa sensación está hoy presente en todas partes, en toda la tierra, hasta en los Estados Unidos.
Nuestra postura se distingue pues de la pura y simple denuncia del mundo cibernético, denuncia que es hoy cosa corriente. En efecto, ella tiene sus profetas y sus críticos o sus escépticos. Dentro del campo de los “profetas" está Paul Virilio, quien ha insistido en diversas obras sobre varios aspectos inquietantes de las tecnologías modernas que colocan nuestra relación con el mundo bajo el signo de la instantaneidad y de la ubicuidad, pero que suscitan al mismo tiempo la aparición de cuerpos humanos solitarios, inmóviles y erizados de prótesis, la aparición de ciudades desurbanizadas y de sociedades deshistoricizadas. Otros en cambio, hacen notar (estoy pensando en un artículo de François Archer publicado en Libération el 22 de mayo de 1996) que antes nunca la humanidad se movió y desplazó tanto como hoy, que la sociabilidad de las capas medias de la población se desarrolla cada vez más, que los museos, los lugares históricos, los parques de diversiones, tienen un éxito sin precedentes, en suma, que hay que desconfiar de las previsiones apocalípticas de los profetas de lo virtual.
Nosotros no entraremos aquí en este debate. En todo caso no lo haremos por la misma puerta. Toda profecía generalizada que parte de un solo sector de lo social, aun cuando se trate de un sector tan espectacularmente desarrollado como el de las tecnologías de la comunicación, es evidentemente una profecía imprudente porque subestima por fuerza la pluralidad y la complejidad sociológicas de la innovación en un conjunto planetario que aún está en gran medida diversificado. Por otro lado, la tranquila constatación del hecho de que “la vida continúa” y que hasta es más activamente ural que antes, constituye una afirmación a la vez parcial e insuficiente: los hechos de la sociedad sobre los que ella se apoya se advierten en los países o en las clases más favorecidos y por lo tanto deben analizarse en sí mismos. Tal vez sean justamente las maneras de viajar, de mirar o de encontrarse las que han cambiado, lo cual confirma así la hipótesis según la cual la relación global de los seres humanos con lo real se modifica por el efecto de representaciones asociadas con el desarrollo de las tecnologías, con la globalización de ciertas cuestiones y con la aceleración de la historia. Aquí nos contentaremos con recordar una observación general para evocar una cuestión particular. La observación general es la de que todas las sociedades han vivido en lo imaginario y por lo imaginario. Digamos que todo lo real estaría “alucinado” (sería objeto de alucinaciones para los individuos o los grupos) si no estuviera simbolizado, es decir, colectivamente representado. La cuestión particular se refiere al hecho de saber cuál es nuestra relación con lo real cuando las condiciones de la simbolización cambian. Esa era la cuestión que debía afrontar David Vincent, sólo que, para desgracia suya, ninguno de sus interlocutores le daba razón del cambio de simbolismo o, si se quiere, de cosmología. Se lo creía alucinado. David Vincent veía extraterrestres por todas partes, cuando en realidad asistía al establecimiento de un orden nuevo. Los verdaderos alucinados eran en verdad sus detractores que, al confundir la realidad con las apariencias, tomaban a los extraterrestres por buenos norteamericanos, gato por liebre. Por nuestra parte, trataremos de dar valor de síntoma a un fenómeno paradójico: la impotencia de la simbolización en el momento mismo en que la globalización podría darnos por el contrario la sensación de que hemos dado la vuelta al mundo, de que hemos pasado por todas las cosas y todos los seres y de que nuestras interrelaciones cobran por fin todo su sentido. Si la metáfora médica coincide aquí con la metáfora guerrera, ello se debe a que el enemigo está en nosotros, ya está en el centro del lugar. Es algo intraterrestre en lugar de extraterrestre, y las perversiones de nuestra percepción, la dificultad para establecer y pensar relaciones (lo que a veces llamamos crisis) derivan de un desarreglo de nuestro sistema inmunológico más que de una agresión exterior. Nuestra enfermedad es autoinmune, nuestra guerra es una guerra intestina.